viernes, enero 17, 2025
Cuba

El Floridita como laboratorio para una Cuba futura


MIAMI, Estados Unidos. – Cada fin de semana solemos comer en El Floridita, un restaurante, donde Miguel, el anfitrión, nos recibe como familia y hasta nos muestra la cocina impoluta donde los dueños ―afable matrimonio cubano―, han instalado una máquina española que fabrica las mejores croquetas de la ciudad. 

Raúl siempre se ocupa de nuestro servicio y en lo que ordenamos y esperamos la comida, conversamos sobre la pintoresca actualidad política, tanto local como nacional y compartimos anécdotas, generalmente humorísticas, del sainete que debimos sobrevivir en la Isla antes de dejarla atrás para siempre.

La atención y prestancia de todos los empleados de El Floridita, mayoritariamente cubanos, es la demostración fehaciente de una impostergable reconstrucción, cuando la Isla alcance la añorada independencia.

El restaurante es como una suerte de laboratorio para la viabilidad real del futuro de Cuba (cuando se desempercuda la hostilidad de la miseria que enajena a mis compatriotas).

La experiencia, el gusto al servir, la excelencia, la elección atinada de los productos para preparar la comida sana y deliciosa son solo algunas de las circunstancias que hacen de El Floridita un sitio excepcional.

Miguel nos cuenta que llegan vendedores con sus ofertas específicas para restaurantes, como corresponde al mercado libre y abierto en perpetua competencia y, en ocasiones, no suelen pasar la prueba de calidad que requiere el sitio. Son muy celosos de los platos que se elaboran para su fiel clientela.

En el ínterin, Raúl nos refiere un recuerdo tragicómico de la infancia cuando en cierta ocasión tuvo la suerte de comer con su abuela en Las Ruinas, afamado restaurante del Parque Lenin en las afueras de La Habana.

Nos dice que tiene viva la imagen de la abuela con una lata de galletas semiescondida en su falda, donde iba depositando la mantequilla que les “tocaba”, durante la comida para llevársela a la casa. Cuenta que, por accidente, el recipiente se cayó y empezó a rodar con el sonido metálico característico por uno de los pasillos del restaurante mientras todos miraban avergonzados y temerosos porque el hecho revelaba una de las tantas absurdas prohibiciones gastronómicas del régimen.

Parece un gag de Buster Keaton, pero era parte de la misma realidad disfuncional que luego reproduce atinadamente la película Alicia en el pueblo de Maravillas, donde unos comensales tratan de lidiar con sus espaguetis mediante cubiertos encadenados a las mesas, para que no sean hurtados.

Poder narrar un instante del disparate nacional a la distancia, desde el sosegado restaurante de Miami, reírse de la impronta kafkiana del castrismo es un exorcismo que se agradece.

En El Floridita hemos celebrado cumpleaños gloriosos de parientes que ya no están con nosotros y disfrutaron los últimos años de sus vidas con el confort y la satisfacción que los eludió durante la rabia castrista. Allí se han venerado éxitos académicos de hijos nacidos y criados en libertad y otras conquistas familiares. 

También es el sitio donde me encuentro, cada cierto tiempo, con uno de los héroes de la Brigada 2506, Jorge Gutiérrez, llamado “El Sheriff” por sus coterráneos. A ese hombre gentil que almuerza junto a su hija y le gusta conversar lo conozco desde que protagonizara uno de los documentales realizados por el Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo, donde muestra la herida de bala en pleno pecho que casi le arranca la vida a los 23 años, cuando abandonó sus estudios de Derecho en la Universidad de La Habana para luchar contra el comunismo en su país, como parte del equipo de infiltración que antecedió la invasión de bahía de Cochinos.

De izquierda a derecha: Raúl Arniella, Jorge Gutiérrez, El Sheriff, y Alejandro Ríos (Foto: Cortesía)

Cuando lo apresaron moribundo (no pensaban curarlo, pero apareció un galeno militar con dignidad) lo condenaron a muerte. Luego le conmutaron la pena a 30 años en las más tenebrosas condiciones del presidio político y finalmente fue liberado luego de cumplir 18 años en aquellas mazmorras.

El Sheriff me obsequia un bolígrafo que atesoro donde se puede leer “Brigada de Asalto 2506, Team de Infiltración, 1961”.

No hay rencor en su mirada. Sabe que la libertad pendiente en la Isla entrañable de sus quimeras se ha trasladado eventualmente a la felicidad que le depara un sitio apacible como El Floridita, donde parece sentirse satisfecho del éxito ostensible de sus compatriotas, para quienes un día luchó con las armas en la mano.



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