sábado, octubre 5, 2024
Cuba

Me gustaría volver Cuba, pero no con asesinos en el poder


MIAMI, Estados Unidos. – A Alberto Muller, amigo de grandes amigos, lo contacté gracias a Juan Manuel Salvat, su colega y cómplice desde que ambos estudiaban en la Universidad de La Habana en 1959. Por supuesto, durante todos estos años, Muller ha sido una referencia del periodismo de exilio cubano desde la ciudad de Miami, ya sea por sus casi tres décadas como columnista del Diario Las Américas, como por su trabajo infatigable en Radio Martí, emisora en la que trabajó desde 1995 hasta hace muy poco.

Háblanos de tu lugar natal

―Nací el 23 de mayo de 1939 en una casona del Cerro que era, hasta donde sé, un caso atípico en La Habana. La casa familiar estaba en la Calzada del Cerrro, N° 1613, esquina Lombillo y colindaba con la clínica La Covadonga. Tenía 22 cuartos y dos plantas lo que permitía que cohabitaran cuatro familias del mismo núcleo: la de dos de mis tíos, la mía directa y, por otra parte, mi abuelo. Como mi padre y mi abuelo eran médicos la puerta principal se dejaba entreabierta desde muy temprano utilizando una aldaba. De este modo los pacientes podían entrar directamente sin necesidad de tocar. La puerta no se volvía a cerrar hasta las 8:00 de la noche.

Durante el día desfilaba un cortejo de vendedores ambulantes: el hielero, el lechero, el panadero, el vendedor de viandas, e incluso la dulcera Tomasa con la caja de dulces sobre la cabeza, entre muchos otros que pasaban para vender sus mercancías. Toda mi infancia transcurrió con ese trasiego de gente y allí viví hasta los 18 años en que nos mudamos a Tarará.  

―¿Y tus padres y abuelos?

―Mi padre, Francisco Muller San Martín, era médico, como ya dije, y tenía consulta en la calle J y Línea, en El Vedado. Era hijo del también médico cirujano Francisco Muller Valdés-Collel (hijo a su vez del malagueño Juan M. Muller y de la habanera Antonia Valdés-Collel) y no conoció a su madre, la habanera Caridad San Martín Delgado (hija de Manuel San Martín y de María Delgado) porque esta falleció siendo él muy niño. 

Mi padre tenía una hermana (Dulce María) y dos hermanos: Juan Manuel, que era inspector de impuestos del Ministerio de Hacienda, y Alfredo Muller, este último obispo de Cienfuegos desde 1961, y a quien llamábamos el “Tío Cura”. Siempre vivió en la Isla y allí falleció en 1993. Estos Muller de mi familia paterna tenían orígenes en el reino de Baviera, de donde había salido uno de mis ancestros para ocupar la función de agregado naval en el puerto andaluz de Málaga, hacia finales del XVIII. El caso fue que, en la primera mitad del siglo XIX, dos hijos de este alemán viajaron a La Habana, se establecieron en la capital cubana y echaron raíces allí. En una ocasión averigüé con el cónsul de España en Miami quien, a su vez, escribió a la alcaldesa de Málaga en aquella época, pues la conocía, y esta se interesó en el caso y encontró que, en efecto, un tal Wilhem Muller se había establecido, proveniente de Baviera, en su ciudad. Y que sus dos hijos habían salido hacia Cuba.

El caso es que mi abuelo Francisco, además de médico, era malacólogo, es decir, coleccionista de caracoles. Su colección era tan impresionante que recuerdo que venían a verla eminencias del tema, como el Dr. Carlos de la Torre. Esta colección mi abuelo la donó a las Escuelas Pías de los Escolapios de Guanabacoa, donde casualmente estudié yo. Recuerdo que, en 1976, cuando salí de la prisión, visité el antiguo Palacio Presidencial de La Habana, transformado ya en Museo de la Revolución, y grande fue mi sorpresa al comprobar que toda la colección de mi abuelo, con las mismas mesas y rótulos, se exhibía allí. Fue también mi abuelo paterno quien me enseñó desde muy joven a jugar ajedrez, una de las aficiones de mi vida; y mi padre quien me introdujo en el mundo de la colombofilia, una de sus pasiones. Tenía muchas palomas mensajeras y había ganado varios premios en la carrera La Habana–Pinar del Río, a uno de los cuales le puso “Sarita”, que era el nombre de mi madre.

Mi madre, Sara Quintana Chacón, era de Alquízar, un poblado de la llanura habanera. Me decía que su padre había sido agregado consular de Cuba en Barranquilla, ciudad colombiana en donde había nacido su hermana mayor, quien décadas después, durante su exilio en Miami, le decía a todo el mundo que ella era colombiana. Lo cierto es que conocía de memoria y cantaba el himno de ese país. 

―¿Dónde cursas tus años de escolaridad?

―Lo que llamábamos kínder lo hice en la Escuela Pública de la Calzada del Cerro y calle La Rosa. Como Antonieta Gorrín, esposa de un primo, era maestra del Columbus School de El Vedado, entonces cursé allí toda la primaria. Ese era uno de los colegios bilingües de La Habana, en el que recibías las clases en español y en inglés. El bachillerato lo empecé en el colegio de Belén, pero como en 1957 nos mudamos para Tarará, me cambiaron para las Escuelas Pías de Guanabacoa, algo de lo que me alegré mucho porque yo tenía ciertas discrepancias con los jesuitas, mientras que con los escolapios me sentía de maravillas. Recuerdo que entre mis profesores tuve al padre Pastor González, a quien le debo lo mejor de mi formación y que venía de las filas del ABC, aquella organización fundada en épocas del Machadato.

―Entonces tu ingreso en la universidad, si no me equivoco, debe haber quedado en suspenso por los acontecimientos de 1959…

―En efecto, en 1958 la Universidad de La Habana permaneció cerrada. Esto hizo que entrara en 1959, a estudiar Derecho junto con un grupo de estudiantes católicos entre los que estaban Juan Manuel Salvat, Reinaldo Ramos, Jorge Garrido, Juanín Pereira, Yara Borges y Lillian Abella, con los que fundé un periódico llamado Trinchera en el verano de 1959, que empezó se volvió muy polémico e incómodo para un régimen que ya empezaba a dar las primeras señales de convertirse en dictadura. 

―¿Qué actividades realizan en el seno de este grupo de estudiantes universitarios?

―En diciembre de 1959 nos enteramos por Ángel Fernández Varela, quien dirigía una agencia de prensa, que el corresponsal del periódico soviético Pravda en La Habana, Alexander Alexaiev, era en realidad un agente encubierto del KGB en Cuba. Como las oficinas del supuesto corresponsal de prensa estaban en el Hotel Sevilla, en El Prado, para allá fuimos un grupo de Trinchera a intentar entrevistarlo. 

Al principio, no quiso recibirnos, alegando que estaba en vísperas de un viaje a Buenos Aires y que no tenía tiempo, pero lo convencimos y accedió porque le dije que queríamos comunicarle la situación del Partido Socialista Popular, que no había apoyado a la Revolución desde el principio. En el transcurso de esa entrevista él nos dijo claramente que el compromiso entre la URSS y Fidel Castro ya estaba establecido y que la Revolución Cubana iba a convertirse en puro comunismo soviético en muy poco tiempo. Imagínate, en ese momento la mayoría de la población creía que el gobierno no sería nunca comunista y el propio Castro desmentía a todo el que le insinuara un posible viraje hacia la sovietización del país. Nosotros publicamos la entrevista con muchísimas fotos del encuentro, y aunque a su regreso de Argentina, Alexaiev desmintió lo que nos había dicho ya era demasiado tarde porque teníamos las pruebas de nuestro intercambio, fotos con él, e incluso unos pins con la hoz y el martillo que nos había regalado. Esa misma persona terminó convirtiéndose, en 1962, en el embajador de la Unión Soviética en La Habana.

A aquel primer encontronazo con el gobierno castrista le siguió la protesta que realizamos por la visita a La Habana de Anastás Mikoyán, represor del levantamiento húngaro de 1958, y viceprimer ministro de Moscú en ese momento. Ocurrió en febrero de 1960, después de que Mikoyán puso una ofrenda floral al pie de la estatua de José Martí del Parque Central de La Habana. Una hora después nosotros pusimos una corona con una banda en la que se podía leer: “A ti, querido apóstol, en desagravio por la visita a Cuba de Anastás Mikoyán”. 

En el grupo estábamos Juan Manuel Salvat, Joaquín Pérez Rodríguez, Rafael Orizondo, Fernando Trespalacios, Reinaldo Ramos, Antonio García Crews, Tomás Fernández Travieso, Juanín Pereira y Roberto Borbolla, hasta alcanzar unos 60. Inmediatamente nos arrestaron y nos llevaron a mí y a Salvat para la estación de la Policía de Quinta y 14, en donde nos entrevistó Abelardo Colomé, el llamado “Furry”, con el que tuvimos un rifirrafe allí. Esa misma noche nos mandaron para la estación de La Habana Vieja en donde estaban los restantes detenidos, y nos soltaron al día siguiente al mediodía. Por supuesto, dos o tres meses después, Salvat y yo fuimos expulsados de la Universidad.

Agentes de la Policía tendiéndoles un cerco a Muller y su grupo cuando depositaban una ofrenda floral en el Parque Central
Agentes de la Policía tendiéndoles un cerco a Muller y su grupo cuando depositaban una ofrenda floral en el Parque Central (Foto: Cortesía)

―¿Qué sucedió después?

―Salí rumbo al exilio en agosto de 1960. Fue en Miami, durante una asamblea de antiguos estudiantes exiliados, que fundamos el Directorio Democrático, el 23 de diciembre de 1960. De esta organización yo era el secretario general y José Manuel Salvat el secretario de Propaganda. Es así como Trinchera se convirtió entonces en nuestro periódico. Recuerdo que cuando fundamos el Directorio, Manuel Artime quería que nos uniéramos a la brigada que se estaba entrenando entonces en Guatemala para la invasión. Nosotros nos opusimos porque el objetivo del Directorio no era exactamente éese. Contacté a alguien en el puerto que por 1.000 dólares (USD) nos dejaba en un punto de la costa norte de la isla [de Cuba]. Alguien nos cubrió los gastos, y luego Artime llamó cediendo y aceptando que no nos incorporáramos a la brigada de Guatemala. Así fue como regresé a Cuba en diciembre de 1960. Mientras que por otras vías fueron regresando también los restantes del grupo.

―¿Qué pudieron hacer en Cuba en ese momento?

―Nos reunimos con los del MRR y con las organizaciones estudiantiles que se sumaron al Directorio. Entonces empezamos a publicar clandestinamente Trinchera. Fue en ese momento en que se nos ocurrió alzarnos en la Sierra, un acto que no era muy descabellado porque existía un preámbulo a esta idea.

No lo conté antes, pero en 1959 yo había estado en la Sierra Maestra, en las inmediaciones de La Plata, con los comandos rurales que había creado Humberto Sorí Marín, antes de oponerse al gobierno de Fidel Castro, de exiliarse, de infiltrarse luego y de ser fusilado. Esto fue muy a principios de 1959, cuando estuvimos allí como maestros y habíamos tenido un contacto muy estrecho con los campesinos de la zona y sabíamos de la receptividad de estos. Por esa razón, en 1960, ya de regreso a La Habana y trabajando para el Directorio, enviamos a José Marbán, a quien llamábamos “El Pico” para que fuera a explorar la situación en La Plata y averiguara en qué medida los campesinos de allí estaban dispuestos a ayudarnos en el alzamiento. Marbán hizo el trabajo adecuado y nos comunicó que unas 1.000 personas deseaban seguirnos para combatir al gobierno castrista.

En ese momento, partiendo de esta base, nos fuimos a La Plata. Hay que decir que creíamos en la promesa de Eisenhower de ayudarnos, pero nunca imaginamos que con la llegada de Kennedy se acabarían todas las ilusiones. El caso era que Fidel Castro recibía armas de la URSS, pero nosotros no recibíamos nada de Estados Unidos. Los estadounidenses ni siquiera tuvieron la delicadeza de decirnos que no nos iban a ayudar en nada.

Al final pedimos, por gusto, armas para 1.000 hombres y, por supuesto, nunca llegaron. Montamos dos campamentos: el primero en Nagua, dirigido por el gallego Carlos Cacicedo y, el segundo, en La Plata, con Juan Ferrer, a quien llamábamos “Capitán Metralla”. La invasión de bahía de Cochinos nos sorprendió en esta organización. El 18 de abril de 1961 nos tendieron un cerco y nos capturaron a los últimos del grupo en el central Estrada Palma.

―¿Empezó entonces tu largo periodo de reclusión?

―Empezó con una primera detención en el cuartel militar de Las Mercedes, en la zona de Bayamo, y con un simulacro de fusilamiento para amedrentarme. Luego me enviaron en un jeep al Castillito de Santiago de Cuba, en donde me pusieron también en una de las celdas del pabellón de condenados a muerte. Permanecí 27 días allí con la zozobra de si me fusilaban o no. Me pasaron entonces a Boniato, una vez que dictaron la sentencia de 15 años de prisión en la Audiencia de Santiago, y de esta siniestra cárcel me trasladaron al Presidio Modelo de la Isla de Pinos, en diciembre de 1961. En esta prisión me impusieron el plan de trabajo forzado, pero los estudiantes nos rebelamos y, por supuesto, nos molieron a palos. Tengo en la pierna derecha dos cicatrices de los golpes con bayonetas. Hubo 21 muertos en Isla de Pinos en esta etapa, como Ernesto Díaz Madruga, un muchacho del Directorio de 22 años que mataron a bayonetazos. Fue una época muy dura porque nadie escuchaba, la intelectualidad de todo el mundo estaba encantada con Fidel Castro y nadie se interesaba por las violaciones de derechos humanos que se estaban perpetrando en Cuba. Cuando vacían el Presidio Modelo y lo dejan de monumento nacional, entonces me trasladan primero a La Cabaña y enseguida a la cárcel Guanajay, donde terminé de cumplir la condena.

En total estuve preso 15 años. Todo lo que viví en el presidio político lo cuento en mi libro Pobre Cuba, una especie de memorias que publiqué en 2021 en Miami, por ediciones Universal. Me excarcelaron en 1976.

―¿Tengo entendido que viviste unos años más en Cuba al salir de la prisión y antes de exiliarte?

―Cuando me excarcelaron las prisiones de Cuba estaban repletas de prisioneros políticos. En aquel momento todavía no había tenido lugar el acuerdo con el Gobierno de Jimmy Carter, de modo que cuando salías de la prisión no te dejaban partir al exilio inmediatamente.

Entonces viví tres años en La Habana, en casa de una de mis tías que residía en Marianao. Me casé saliendo de prisión con Celia Rodríguez, con quien tuve tres hijos, y como en ese momento estaba funcionando una ley que llamaban “la ley del vago”, que obligaba a todo el mundo en edad laboral a trabajar, me puse a buscar trabajo, pero con mi pasivo nadie me daba una oportunidad. Así estuve buscando hasta que una empleada del Ministerio del Trabajo se apiadó de mí cuando le dije que ya tenía un hijo y que necesitaba trabajar. Me preguntó si me interesaba trabajar como ayudante de albañil en el estadio de La Tropical. “¡Por supuesto!”, le respondí inmediatamente porque temía que me volvieran a juzgar, esta vez, por “vago”. 

Fue un periodo interesante que me permitió conocer la verdadera situación de Cuba. Recuerdo, por ejemplo, que en el trabajo todos jugaban a la bolita, a través de una emisora venezolana que “cantaba” los números por la noche. Cuando venía el comecandela del Partido Comunista todos hablaban de otra cosa y disimulaban, porque como sabes el juego era ilegal y podían condenarte por eso. 

―¿Cómo lograron salir?

―Bueno, salgo primero yo solo, porque como mi esposa era profesional no la autorizaban. Logré irme de Cuba en mayo de 1979 gracias a las gestiones del Gobierno de Carter con La Habana. Un gran amigo en Miami se ocupó de mi caso. Como empecé a trabajar inmediatamente en una empresa de cubanos radicada en Venezuela, que se dedicaba a reparar centrales azucareros, me mandaron a Caracas como director de la oficina de la empresa allí, y permanecí cinco años en este país. Fue estando en Venezuela que pude sacar a mi esposa e hijos de Cuba gracias a Joaquín Pérez Rodríguez, un cubano que había sido compañero nuestro durante la manifestación del Parque Central y que en ese momento era ministro de Azúcar del presidente venezolano Luis Herrera Campíns. Gracias a él pude sacar a la familia de la Isla.

―¿Fue en ese momento en que te encontraste con el escritor argentino Jorge Luis Borges?

―Cuando llegué a Caracas me conecté con la editorial venezolana Monte Ávila y su director se hizo muy amigo mío. Borges anuncia en 1983 que quiere ir a Caracas para ver una coleada de toros. Inmediatamente Monte Ávila lo invita y organiza una delegación de escritores para recibirlo y acompañarlo a la plaza en donde se hacían las coleadas. En esa delegación me encontraba yo. Cuando me lo presentaron él quiso hacer un aparte. Me preguntó sobre Cuba, y yo que tenía las vivencias frescas le hice un recuento de la verdadera realidad de la Isla. Al final de la conversación con él fue que pronunció la frase “Pobre Cuba”, que yo utilicé como título de uno de mis libros. 

Curiosamente, aunque Borges no veía ya, lo que hacía, cada vez que soltaban a un toro, era bajar la cabeza hacia el terreno como para oler lo que estaba ocurriendo en la arena.

Pobre Cuba, ensayo de Alberto Muller (Foto: Cortesía)

―¿Qué hiciste tras regresar a Miami en 1984?

―Empecé a buscar trabajo y me convertí en agente de seguros, algo que nunca me gustó. Luego me vinculé con una empresa de vinos, pero en realidad nunca abandoné el periodismo. Recién llegado, Diario Las Américas me nombró columnista, actividad en la que me desempeñé durante más de dos décadas. Siempre me mantuve escribiendo poesías, ensayos, relatos, etc.

En 1995 se me presentó la oportunidad de trabajar en Radio Martí y empecé a trabajar como periodista en la emisora. Estuve haciendo el programa Periodismo.com, en el cual empecé a tener una relación de trabajo con la bloguera Yoani Sánchez, que en ese momento estaba en el centro de la atención de la prensa. Trabajé en Radio Martí hasta hace dos años, cuando me retiraron.

―¿En qué proyecto estás ahora?

―Cuando salí de Radio Martí, empecé a tener mucho más tiempo y reactivé con Juan Manuel Salvat la idea de hacer Trinchera como periódico digital. Ya el proyecto es una realidad y puede consultarse en www.trinchera.info. Lógicamente, ya no somos los jóvenes universitarios de aquellos tiempos, por lo que ahora tratamos de informar al pueblo de Cuba lo que está pasando en todas partes. No aspiramos a ser decisivos, pero sí ser un vehículo informativo que se mantenga en el aire. La publicación es semanal y ya vamos para la tercera entrega.

Rocío Monasterio y Alberto Muller en Madrid (Foto: Cortesía)

―¿Nunca regresaste a Cuba ni has pedido hacerlo?

―Nunca he puesto una bomba, pero me han colocado en la lista de los enemigos de la dictadura. Todo un honor. Cuando presenté en la Feria del Libro de Buenos Aires el libro de ensayo en el que indago sobre las razones por las que Fidel Castro abandonó al Che Guevara en Bolivia, la Embajada de Cuba saboteó la presentación. A los 15 soldaditos que enviaron para poner malo aquello los propios organizadores tuvieron que sacarlos, mientras ellos, retirándose, cantaban La Internacional. Las cosas ridículas esas que el castrismo ha estado haciendo a lo largo de todos estos años… Ya sabes. 

Yo había sido íntimo amigo de Octavio de la Concepción de la Pedraja, uno de los hombres que cayó muerto en Bolivia al lado del Che. Siempre me intrigó por qué “Tavito”, como le llamábamos, se había unido al grupo del Che, pues él era un muchacho serio, católico, de buena familia. Entonces, durante un viaje que hice en un crucero, me llevé el Diario del Che para leérmelo completo. Allí encontré muchas cosas que me dieron elementos para afirmar que Castro lo abandonó a su suerte. Basta ver las veces que el Che anotó que pasaban días sin que ningún campesino boliviano se sumara a su grupo de guerrilleros. 

Ahora no pierdo las esperanzas de que Cuba sea libre. Haré la gestión para volver cuando el colapso total llegue. Por supuesto que me gustaría volver Cuba, pero no con estos asesinos en el poder.



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