viernes, noviembre 22, 2024
Cuba

“Tengo el honor de estar en la lista negra del régimen”, Prats Sariol


AVENTURA, París.- A fines de 2007, cuando José Prats Sariol llevaba unos cuatro años de exilio en México, le escribí desde París, tal vez por consejo de José Triana, tal vez porque Manuel Díaz Martínez me lo sugirió, o quién sabe si por insistencia de Carlos M. Luis –los tres ya fallecidos, y tal vez por idea de los tres a la vez– para que lo invitara a participar en un libro en homenaje a José Lezama Lima, junto a otros 32 autores cubanos, todos en el exilio, excepto la bloguera Yoani Sánchez, quien por aquel entonces despuntaba con su blog independiente, la única a la que desde La Habana le tocaba el difícil papel de cuidar las tumbas de nuestros muertos.

El caso es que Prats Sariol, sin conocerme personalmente, accedió de inmediato a colaborar y nos envió por correos a Regina Ávila Al-Sowayel (mi coautora, cómplice y brazo derecho en esta y muchas otras empresas) y a mí, un ensayo titulado “Tristezas en Trocadero” que resumía muy bien los oprobios y humillaciones que, por cobardía u oportunismo, le hicieron vivir a José Lezama Lima los esbirros culturales de la revolución castrista desde que la censura se apoderó del ámbito cultural y de todos los demás ámbitos.

El ensayo de Prats Sariol fue publicado en aquel libro que titulamos Aldabonazo en Trocadero 162 (Valencia, España, 2008) y en el que también aparecieron otros trabajos de autores que ya han fallecido, muchos de ellos amigos de Lezama, como José Triana, Manuel Díaz Martínez, Reinaldo García Ramos, Emilio Ichikawa, David Lago, Carlos M. Luis, Regina Maestri, Nicolás Quintana, Raúl Rivero, Raúl Tápanes y Nivaria Tejera, así como las colaboraciones de los restantes que aún viven.

Ahora viene al caso hablar de esto porque ha llegado el momento de compartir el testimonio, en esta serie que ya pasa de 70 entrevistados –nacidos antes de 1959 y exiliados todos–, de quien tan generosamente, sin conocerme entonces y con tanto caudal de intimidad, amistad y solidaridad con Lezama me ofreciera entonces, desinteresadamente, aquel entrañable relato de los años en que frecuentaba asiduamente (y hasta su muerte) al gran escritor del grupo fundador de Orígenes en La Habana de la década de 1940.

―Háblanos de tu nacimiento y entorno familiar

―Nací en El Vedado, el 21 de julio de 1946, en una clínica llamada Nuestra Señora del Pilar que estaba en la calle 15 esquina a F. En realidad, debía haber nacido en Oriente porque toda mi familia, por ambas partes, provenía de Las Tunas y Manzanillo. Viví en Manzanillo desde alrededor de los dos hasta los cuatro años. Quizás me siento ligeramente orgulloso, a veces, de que mis ancestros catalanes también se vinculen, presumiblemente, a familias sefardíes, luego emigrantes a Cuba. Según he podido indagar, tanto los Prats como los Sariol son apellidos que se remontan a la Edad Media, en la frontera con La Rioja. Parece que fueron conversos, porque los emigrantes a Cuba y a México (Detecté Prats en Villahermosa, Tabasco), se producen en el siglo XIX.

Crecí con tres mujeres como eje de mi vida: mi madre, mi abuela materna y mi madrina, Dolores Álvarez Bello, sobrina de mi abuela. Y la razón por la que mi infancia y adolescencia fue en El Vedado es que Rafaela había rentado en un edificio en la calle 25 entre D y E, No. 716, 2º. piso, con el objetivo de habilitar una casa de huéspedes para que los jóvenes bachilleres de Manzanillo pudieran hospedarse y cursar estudios en la Universidad de La Habana. De ese modo, en mi entorno hogareño, fui como una especie de mascota para aquellos jóvenes que vivían en casa como una gran familia. Ello influyó enormemente en mi formación pues, entre otras razones, me propiciaban muchas lecturas. Tuve el privilegio de estar rodeado de estudiantes de Medicina y de Arquitectura que a la vez eran lectores, melómanos, deportistas y sobre todo muy cariñosos con el único niño de la casa, centro afectivo de mi abuela, la severa dueña…

Rafaela Bello y sus alumnas del Colegio Santa Teresa en Manzanillo
―¿Qué recuerdos tienes del Vedado de tu infancia?

―Muchos y muy gratos. En el parque Mariana Grajales, el del antiguo Instituto del Vedado (luego Preuniversitario Saúl Delgado) había unos montículos de tierra por los que me deslizaba de niño hasta la peligrosa calle 23 esquina a C. Con los muchachos del barrio, cuando oíamos decir que iba a entrar un frente frío, también llamado “norte”, salíamos disparados para el Malecón, hacia la zona de la calle G que era donde rompía con más fuerza el oleaje para “cazar olas”. Apostábamos a que la ola no nos mojara y a que nos diera tiempo a tocar el muro antes de que nos cayera encima. Me encantaba escaparme y andar en bicicleta. Mi segunda bicicleta fue una Super Rex de carrera muy buena. Una vez pedaleé como tres horas hasta llegar al Mariel y regresé seis horas después. Tenía apenas 10 años de edad.

En la planta baja del edificio vivía María Cabrera, una de las mejores reposteras de la ciudad. Lo era también de Fulgencio Batista, de modo que siempre venía gente adinerada o sus choferes a buscar los encargos. Era un privilegio tenerla en los bajos, tan cerca; que me cogiera cariño y me colmara de pastelitos y dulces. Por eso me gustan tanto los dulces, las golosinas y los saladitos. Y no sólo los que vendían en El Carmelo de 23, al lado del cine Riviera.

También iba mucho a las funciones en el Auditórium porque un primo llamado Amado Luis Muñiz León era melómano nato y me llevaba a cuanta función había en ese teatro, que era uno de los mejores del continente. Hoy en día está completamente destruido después de una malograda restauración que hicieron los alemanes de la antigua República Democrática Alemana en épocas del comunismo, cuando ya lo llamaron Amadeo Roldán.

Hubo también acontecimientos que no olvido, como el multitudinario entierro en 1951 de Eduardo Chibás, el líder el Partido Ortodoxo. Por la calle 23 avanzaron miles y miles de personas hasta el Cementerio de Colón, a rendirle un último homenaje. Diez años después presencié desde el mismo parque, ya rota la frágil democracia republicana, otro entierro decisivo en la historia de Cuba. Por la ancha avenida 23, en abril de 1961, desfiló una masa de milicianos hacia el cementerio de Colón, a despedir los muertos en los bombardeos aéreos que precedieron al desembarco por Playa Girón.

La casa de huéspedes de la calle 25 de la abuela de José Prats Sariol
―¿Y tus estudios?

―Estudié en el Colegio de La Salle, también en El Vedado, hasta que fue nacionalizado en junio de 1961. Es decir, que allí pude cursar toda la enseñanza primaria hasta el primer año de bachillerato. El colegio tenía un nivel excelente y uno de los primeros recuerdos que tengo es haber cantado en público, a los 6 años de edad, con barba pintada y traje de gala, delante de todos los alumnos La donna è mobile, el aria de la ópera Rigoletto de Verdi, que mi primo me hizo ensayar muchas veces. Eso fue durante la fiesta de cumpleaños del director de La Salle, al que le habían puesto el apodo de “Bola de billar” porque era completamente calvo, y tanto era así que no recuerdo su nombre ni que lo hubiéramos llamado, entre los alumnos, de otra manera. Desde muy temprano mi primo Amado Luis, tenor de ducha y sala, me llevaba a las funciones de la sociedad Pro-Arte Musical. No salí cantante porque nunca pude ser afinado. Ni bailador: la música por un lado y yo por el otro.

Con el cierre de La Salle pasé al Instituto de La Víbora, en donde terminé el bachillerato pues inventaron una especie de plan de liquidación para equilibrar los cambios en el sistema de enseñanza, cuando se pasa al sistema aún vigente de Secundaria Básica de tres años y luego tres de Preuniversitario o Tecnológico, mucho más acorde con la pedagogía moderna.

―Justamente sobre esto quería preguntarte. ¿Pudiste presentir la tensión política antes del triunfo de la insurrección el 1° de enero de 1959?

―En dos ocasiones la policía de Esteban Ventura vino a hacer registros en la casa de huéspedes porque al menos dos de los estudiantes que vivían en ella estaban implicados con el movimiento estudiantil universitario antibatistiano. Uno de ellos, Carlos Bertot Contreras, que estudiaba Arquitectura, también de Manzanillo, pertenecía al grupo de Fructuoso Rodríguez, y pudo salvarse de milagro porque escapó por la azotea brincando hasta la del edificio aledaño al nuestro y escondiéndose detrás de los tanques de agua. Otro estudiante de mi casa, esta vez de Medicina, René García Fonseca, participó en los clandestinos centros de atención a posibles heridos, cuando el fallido asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957. Los dos revolucionarios se graduaron y fueron destacados profesionales. Los dos, como otros, murieron aquí en el exilio.  

―¿En qué momento te das cuenta de que lo que te interesaba era la literatura?

―Tuve cierta precocidad literaria, lo que como sabes no otorga ni una gota de talento. De niño me gustaba coleccionar los cómics (muñequitos) que venían de México. Ya en mi adolescencia, había dos grandes dibujantes de historietas: Mauricio Morales y Newton Estapé Vila. Ambos dibujaban para la revista Mella, y como mi madrina había sido socia del Miramar Yacht Club, solía ir a nadar allí, incluso después de nacionalizado y transformado en círculo social Patricio Lumumba. Newton iba también a ese club y de esa época nos conocíamos y, en ocasiones, les puse textos a los globitos de sus historietas. Nos reuníamos en su casa, en 31 y 30, Almendares, como parte de un delicioso grupo de fiestas, bailes y novias. Globitos y primeros cuentos.

Por otra parte, mi cuento “La mosca” iba a ser publicado en la Segunda Novísima de la editorial del grupo El Puente, fundado por el poeta José Mario y la escritora Ana María Simo. Pero cerraron la editorial, en turbia maniobra de la incipiente censura. Ya había decidido, desde los 16 o 17 años, que matricularía Letras en la facultad de Zapata y G, en la Universidad de La Habana, en 1964. Por esos años, cuando se incubaba El Caimán Barbudo, conocí a Mario Parajón, destacado intelectual quien había fundado un grupo de teatro juvenil, en el que participé y actué incluso en comedias muy ligeras. Gracias a Parajón tuve acceso a su estupenda biblioteca en su casa del reparto Kohly, pues él siempre fue, hasta su muerte en España, un intelectual muy generoso, atento con los jóvenes. Tuve el privilegio de ser su amigo, gracias a mi primo Amado, su psiquiatra en Cuba.

―Tengo entendido que José Lezama Lima entró también muy tempranamente en tu vida…

―En efecto, a Lezama lo conocí porque la madrina de mi madre, Carmen de Céspedes, había sido su secretaria cuando ambos trabajaban en la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, sita en la avenida Carlos III. Fue Carmen quien me llevó a la casa de Lezama, en Trocadero 162, con apenas 17 años de edad. Recuerdo que aquel primer encuentro con el escritor me sobrecogió mucho, a pesar de que yo no era para nada tímido. Ese efecto nunca me lo provocó otra persona, ni ninguno de los excelentes escritores que he conocido a lo largo de mi vida. Haber sido testigo de las conversaciones de Lezama, en su propia casa, sobre Paul Claudel, por ejemplo, ha sido uno de los mayores placeres de mi vida. Decisivo en mi formación intelectual, hasta hoy y hasta mañana, cuando me toque llevarle un heliotropo a Proserpina, como él decía sonriente, burlándose de la Muerte.

Esta amistad se convirtió en relación profesional pues me convertí en el autor de la primera tesis en el mundo sobre la revista Orígenes (1944-1956). La presenté en 1971, bajo las borrascas derivadas del estalinista Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (cometido por Fidel Castro a fines de abril de ese espantoso año). Y mi director fue el propio Lezama Lima, fundador de la revista y del grupo. Tuve el placer de tratar a cada uno de los integrantes de aquel grupo literario clave para la cultura cubana, desde Fina García Marruz y Cintio Vitier hasta Eliseo Diego, Gastón Baquero y Ángel Gaztelu; desde José Rodríguez Feo hasta el entonces antagonista genial, Virgilio Piñera…

De hecho, el padre Ángel Gaztelu fue quien bautizó a mi hija menor Ariadna, en su iglesia del Espíritu Santo, en La Habana Vieja, en marzo de 1976, en una época en que bautizar a un hijo era un sacrilegio contra la ortodoxia comunista en Cuba. Lezama y su esposa María Luisa, que habían sido los testigos de boda, fueron los padrinos. Ocurrió que el padre Gaztelu, de ascendencia vasca, no quería que le pusiéramos Ariadna porque era nombre pagano. Entonces, para convencerlo, Lezama propuso que la llamáramos Ariadna de la Caridad, de modo que debe ser la única persona que llevaba tal mezcla de nombres en aquella época. Ariadna de la Caridad ejemplifica el supersincretismo caribeño, diría Antonio Benítez Rojo.

Bautizo de Ariadna, con Lezama Lima y el padre Ángel Gaztelu, La Habana, 1976
―¿Conociste también a José Rodríguez Feo, el mecenas de Orígenes? ¿Qué puedes contarnos de él?

José Rodríguez Feo no era solo el mecenas de la revista y de muchos libros de Ediciones Orígenes. Era un hombre de una cultura despampanante, traductor del inglés y el francés y un gran conocedor de muchos de los textos que se publicaron en la revista. Había estudiado en las universidades de Harvard y Princeton, descendía de una familia acaudalada, propietaria del central azucarero América.

Por razones que ignoro, Rodríguez Feo le tenía una enorme aversión al capitalismo norteamericano y desde el principio de la revolución decidió apoyarla. Era dueño del edificio de apartamentos dúplex en la esquina de las calles 23 y 26, en El Nuevo Vedado, que él mismo mandó a construir en 1952 al arquitecto Antonio Quintana, a partir de su idea de crear una edificación etérea que flotara apoyada sobre unos pocos pilares. Vivía en el penthouse de ese mismo edificio que fue en su momento uno de los más modernos de La Habana. En los primeros años de la década de 1960, cuando empezaron las leyes de Reforma Urbana, él mismo se lo entregó al gobierno, con penthouse y todo, y entonces le dieron dos apartamentos en un modesto edificio de la calle N entre 25 y 27, de los cuales le proporcionó uno a Virgilio Piñera y se quedó viviendo en el otro, donde falleció en 1993.

―¿Alguna anécdota sobre Virgilio Piñera?

―Una mañana bajaba por la calle San Lázaro hacia Infanta, en cuya esquina había un puesto de café. Allí, en la cola, con su pomito ambarino, solía ir Virgilio, empedernido fumador y bebedor de café, tanto que la exigua cuota semanal por la libreta de racionamiento, no le alcanzaba ni para dos días. Era por el año 1974 o 75, en pleno ostracismo de intelectuales disidentes del régimen, entre ellos nuestro primer dramaturgo. Lo saludo, me pongo a su lado en la larga fila, conversamos… De pronto me mira a los ojos, detrás de aquellos espantosos espejuelos de aros negros que llevaba, y me dice: “Nunca debí regresar de Buenos Aires”. Estuve y estoy de acuerdo con lo que me dijo: No debió regresar, a equivocarse. Murió sin que le permitieran publicar en su país. Murió sin que sus obras de teatro pudieran exhibirse. Lo asqueroso es que algunos que hoy lo elogian pretenden que la historia de la cultura cubana perdone a Fidel Castro y a sus secuaces.

―Fuiste uno de los alumnos del Grupo Délfico de Lezama desde 1963. ¿Podrías contarnos en qué consistía ese curso?

―Lezama no solo era un escritor excepcional, sino un maestro. A ciertos jóvenes con intereses literarios que él seleccionaba, les prestaba dos veces al mes uno o varios libros. Anotaba meticulosamente a quién se lo había prestado para exigir su devolución en caso de olvido. Los libros o el libro en cuestión por lo general era(n) prestado(s) a la medida de la persona. Quiere decir que no prestaba los mismos libros a cada joven. Entonces uno tenía que leerse el libro y cuando se lo devolvías entablaba un diálogo, a la manera de la mayéutica socrática de Platón, acerca de lo leído. Como era muy suspicaz se daba cuenta enseguida de si no habías leído correctamente el libro, de modo que muchas veces te obligaba a releerlo, a poner más atención.

Yo fui uno de aquellos escasos jóvenes que tuvo el privilegio de ser parte del Curso Délfico, de aquel azar concurrente, frase clave, título que bautiza mi libro: Lezama Lima o el azar concurrente. Hubo otros alumnos. Recuerdo al arquitecto Armando Bilbao, el pintor Umberto Peña, el escritor Reinaldo Arenas, el historiador Ciro Bianchi, María del Rosario García Estrada (mi segunda esposa), entre otros. Otra de las características del curso era que los alumnos raramente coincidíamos en el momento de los encuentros.

José Prats Sariol y José Lezama Lima, La Habana, 1976
―¿Cómo transcurre tu vida de estudiante y profesional en aquella convulsa década de 1960?

―Tras un riguroso examen de gramática y otro de literatura, más una larga entrevista ante un jurado verdaderamente profesional, a los 17 años, dada la escasez de docentes, me convertí en el profesor de español más joven de la Isla. Empecé a impartir clases en el colegio José Miguel Gómez, sito en Acosta y Porvenir, barrio de Lawton, que inmediatamente rebautizaron Juan Gualberto Gómez, para quitarle el nombre del segundo presidente de la República.

Más tarde, siendo aún estudiante de la Escuela de Letras, pasé a ser profesor de Literatura General, gracias a la gestión de Pío Serrano, en la Escuela Nacional de Arte (ENA) que dirigía entonces Bertha Serguera. Esto fue en 1968 y resultó que a Bertha la echaron de la escuela después del Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971 pues era una mujer muy permisiva y se había enamorado de uno de los estudiantes de Música durante un viaje en que todos partimos a realizar trabajos agrícolas en la Isla de la Juventud. En ese momento echaron también a todos los homosexuales, a pintores como Antonia Eiriz y Servando Cabrera Moreno, e incluso a alumnos como Tomás Sánchez. La escuela empezó a ser dirigida por un tal Mario Hidalgo, una especie de sabueso puesto por Fidel Castro, de corte estalinista e intolerancia absoluta. Aquello fue el acabose y me di cuenta de que no podía seguir trabajando en aquel lugar. Fue entonces que, a partir de 1971, entré en el Ministerio de Educación en donde redacté algunos manuales de educación y empecé a dirigir una revistica titulada El placer de leer y allí permanecí hasta 1974.

Fueron años muy difíciles…

―Más que difíciles. Imagínate que cuando planteé en la Facultad que quería hacer una tesis sobre Orígenes el profesor José Antonio Portuondo trató de convencerme para que cambiara de tema y recuerdo que mientras trataba de hacerlo Roberto Fernández Retamar, que había publicado poemas en Orígenes, y que tanto le debía a Lezama, miraba para el techo.

En todos los puestos clave de Educación nombraron a militares, entre ellos a José Ramón Fernández, alias “el Gallego Fernández” como ministro, sustituto de otro militar, que enloqueció: Belarmino Castilla. Cuando llamabas a su oficina del Ministerio salía siempre una voz que decía: “Ordene”. Logré eclipsarme y pasar a trabajar a la ENIA (Escuela Nacional de Instructores de Arte), en la que entré gracias a mi amigo José Catalán Sánchez, a quien habían nombrado como director. El ambiente estaba muy viciado, la simulación se imponía para sobrevivir sin afanes suicidas.

Después escribí mi primera y mejor novela: Mariel, como paradojaa raíz de los acontecimientos relacionados con este puente migratorio, ya que sus personajes no emigran, permanecen como insiliados. Por supuesto, no me la quisieron publicar. La Seguridad del Estado me convocó varias veces y entendieron que debía salir también de la ENIA. Fue entonces que empecé a trabajar en una institución llamada Centro Nacional de Superación de la Enseñanza Artística (CNSEA), que quedaba en Miramar. En ese sitio permanecí unos años como profesor y fue estando allí que empecé a viajar, fundamentalmente a la República Federal de Alemania, Noruega, Francia, España, México y Venezuela. Y a Berlín desde el lado occidental, antes de la caída del muro en 1989. Todos aquellos viajes eran para impartir conferencias, cursos o participar en eventos. Ninguno fue pagado, obviamente, por el gobierno cubano. También entonces es que comienzo a publicar en revistas extranjeras y a obtener premios y reconocimientos internacionales, lo que favoreció cierta permisibilidad por parte de las autoridades.

Portada de su novela Mariel, publicada por Verbum, Madrid
―Decides quedarte en Cuba después de la caída del muro y a pesar del Periodo Especial…

―Gracias a Tomás Tápanes Bello que era amigo mío y el jefe de cuadros del Ministerio de Cultura había empezado a trabajar a la escuela de superación del personal de ese Ministerio. En aquel momento acababa de ganar un premio en México, que luego me abriría muchas puertas, por mi ensayo sobre el poeta Carlos Pellicer, cuyos poemas había publicado en una edición en 1982 en Casa de las Américas. Había prologado varios libros y cuidado las ediciones de varios poemarios de autores como Aquiles Nazoa, León Felipe y, en 1992, en las ediciones Verbum que Pío Serrano había fundado en Madrid, publiqué un libro de Lezama Lima titulado La Habana. Cuatro años después, preparé la crítica de arte escrita por Lezama Lima y la reuní en un libro para las ediciones Tecnos, en España. Había cierta flexibilidad con respecto a décadas anteriores y gracias a eso pude hacer para las ediciones Betania que dirigía Felipe Lázaro en Madrid el poemario de Raúl Rivero Herejías elegidas. Durante ese tiempo salía del país con frecuencia, impartía conferencias en el extranjero y pensaba que, al fin y al cabo, las cosas terminarían por cambiar.

Madrid 1995, encuentro Las Dos Orillas junto a Gastón Baquero, José Triana y Orlando Rossari
―Pero nada cambió y llegó la Primavera Negra…

―En efecto, llegó la Primavera Negra de 2003, en que arrestaron y condenaron a largas penas de prisión a 75 periodistas independientes, escritores, poetas, amigos. Peligró mucho mi relativa autonomía, atenazado por mis publicaciones y declaraciones disidentes… Encarcelan a Raúl Rivero, me vigilan ostensiblemente, en julio hablo en Pinar del Río, en el décimo aniversario de la revista Vitral. El auto del Obispado, mis anfitriones, es seguido por otro de la Seguridad del Estado.

Varios amigos, mi familia y yo mismo, nos dimos cuenta de que era imposible quedarme en Cuba, de que podía terminar en la cárcel. Entonces, con absoluta discreción, preparé mi salida del país. Aproveché un viaje a Ciudad de México, en el contexto de mis estudios, amistades y publicaciones sobre Carlos Pellicer y por haber sido fundador de las jornadas literarias dedicadas a su obra, que se efectuaban cada febrero en su natal Villahermosa, Tabasco. Hice gestiones secretas con el PEN Internacional de Escritores para convertirme en huésped de la hermosa y barroca “Casa Refugio” en Puebla, México, algo que me permitió salir de Cuba y poder mantenerme allí durante dos años, a partir del 17 de octubre de 2003.

Poco después, en 2004, logro un contrato como profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana de Puebla y también, en 2006, simultanear con otro en la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanas, en la Universidad de Las Américas, ambos trabajos docentes hasta 2009. Allí en la UDLA fundé y dirigí la revista Instantes, con un grupo de escritores poblanos, de otras zonas de México y de otros países. También tuve la alegría de que editoriales mexicanas como Aldus y LunArena publicaran algunos de mis libros, además de las colaboraciones en semanarios y revistas. Mi gratitud a México es enorme, allí tengo valiosos amigos, de allí atesoro recuerdos inolvidables.

Con José Triana en el Jardín del Luxemburgo, París
―¿Por qué decides establecerte en Estados Unidos?

―Hubo varias razones, y entre ellas el hecho de que mi hija mayor estaba ya radicada en Carolina del Norte en donde todavía ejerce como bioquímica para los laboratorios Pfizer. Ella insistía en que viniera para Estados Unidos donde todavía podía aspirar a una jubilación digna.

No sé si sabes que en México la jubilación de los profesores es tan pobre que los llaman “pobresores” cuando se retiran. Sin embargo, en Estados Unidos, con diez años de trabajo puedes tener una jubilación. Y, en mi caso, como los años que estuve impartiendo clases en la Universidad de Las Américas eran válidos para el sistema de jubilación norteamericano, me dije que todavía tenía una oportunidad. Me faltaban tres años y encontré un puesto en la Universidad de Phoenix, donde di cursos de doctorado en Lengua y Literatura Hispánicas hasta que me jubilé en 2014.

―Una de tus novelas, Guanabo Gay, me ha llamado la atención por el título y también por el contenido. ¿Podrías hablarnos de cómo se te ocurrió escribirla?

―Ciro Pérez, un amigo de la infancia y padrino de mi hija mayor cuando yo noviaba con quien iba a ser mi primera esposa, empezó a salir con la hermana de ésta. Ciro era homosexual, pero ambos se enamoraron perdidamente. El caso es que, a la hora de tener una relación más íntima, la cosa no funcionó, a pesar de los intentos… Y vino a mi casa llorando y desilusionado porque se dio cuenta de que no sería posible seguir mintiéndose. El triste incidente sucedió en la playa de Guanabo y digamos que es el leitmotiv de esa novela. Y al mismo tiempo un homenaje indirecto a José Rodríguez Feo, porque él tenía en esa misma playa al este de La Habana lo que se suele llamar una garçonnière, es decir, una casita en donde se daba citas discretas con los hombres con quien tenía relaciones. También el nombre Guanabo gay me resulta eufónico, de cadencia gutural. La novela trata de ser un canto a la diversidad y a la permisibilidad, a la libertad sexual, al respeto al otro, entre intrigas y chismes, citas y guiños a conocidos artistas y escritores.

En la antigua Biblioteca Nacional de París, 2019
―¿Has regresado a Cuba después de tu salida definitiva?

―Ni he regresado ni creo que pueda regresar. Hace unos años el actor Orlando Casín averiguó para ver si lo dejaban regresar a Cuba. La respuesta fue negativa. Entonces, como era amigo mío y conocía a alguien con acceso a la listica del Ministerio de Cultura (dictada por la Seguridad del Estado) con los nombres de artistas, escritores e intelectuales a quienes se les vetaba el derecho de regresar a la Isla, pudo verificar que yo también aparecía en ella.

No puedo regresar a Cuba porque tengo el honor de estar en la lista negra del régimen. De todas formas, ni quiero ni tengo necesidad (familia cercana) de regresar mientras la dictadura exista. Suelo sentirme feliz en Aventura, al noreste de Hialeah. Camino cada amanecer al lado del oleaje, leo los libros que me da la gana, participo en disímiles eventos culturales, sobrellevo la vejez entre proyectos. Nunca he parado de escribir y de investigar. Los que tienen el problema son ellos. El gran Miami, los dos condados, forma la segunda ciudad de Cuba por el número de cubanos y la primera, de lejos, por su floreciente economía. Aquí no estoy desterrado sino transterrado.



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