Así es como se fusilaba a los presos en Cuba: testimonio de un soldado
Vicente Hernández Brito, que fue soldado en la Fortaleza de La Cabaña durante los primeros años del castrismo y hoy vive en la miseria, revela cómo se ejecutaban los fusilamientos «en nombre de la revolución».
MADRID, España.- Por décadas, Vicente Hernández Brito fue parte del engranaje represivo que marcó los primeros años del castrismo. Era uno de los hombres encargados de cumplir las sentencias de muerte en la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña. Hoy, envejecido, enfermo y sumido en la miseria, observa con amargura cómo los ideales que juró defender se diluyeron en una realidad de abandono y hambre. Su testimonio, recogido por CubaNet, desvela no solo los horrores de la represión “revolucionaria”, sino también el destino de quienes fueron instrumentos de ella.
En su relato, Hernández Brito reconstruye los escenarios del miedo desde La Cabaña: “Primer puente con la jaula, cuando traíamos a los presos para llevarlos a la capilla, para llevarlos a ejecutar. Ahí se escuchaba la orden: ‘Oficial ejecutor, cumpla la sentencia del Tribunal Revolucionario. En nombre de la patria y del pueblo, proceda.’ Así se fusilaban los presos”.

Vicente Hernández Brito también detalla cómo funcionaba la logística del paredón: “En el segundo puente, en una esquina había un palo, con sacos de arena detrás. Era cuadrado. Cuando fusilaban a alguien, el proyectil lo pasaba y se iba astillando el palo. Los reflectores se encendían cuando iban a fusilar a una persona. Las ventanas que se ven en el muro (señala) eran las galeras. Y los presos, cuando traían a fusilar a la gente, gritaban ‘¡asesino!’ cuando veían que se llevaban a alguien al paredón, casi siempre de madrugada”.

“Este lugar estaba lleno de presos. Ahora es para turistas esto, pero esto era malos momentos desde que entrabas. Era un lugar terrible. A nada bueno se entraba aquí. ¿Tú sabes cuánto le echaron a alguien por tener una pertenencia legal en divisas? Tres años. A otro, por tener dos o tres dólares en el bolsillo, seis años por tráfico de divisas”. rememora.
En la capilla, antes del paredón, comenzaba el ritual del final: “Les quitaban el cinto a los presos y los cordones para que no se ahorcaran. De ahí los bajaban por una escalera hacia donde los fusilaban, allá abajo”. También menciona otro lugar dentro de La Cabaña, al que llamaban “el saladito”. “Era una celda de castigo debajo del tanque de agua, donde te caía una gota en la cabeza durante horas. Doce horas ahí te volvían loco, pero no podías moverte ni apartar la gota. De ahí el nombre. Se volvían locos la gente”.

El relato continúa en el Castillo del Príncipe, otro emblema del sistema penitenciario cubano: “Por esa escalera subía el público para las visitas. A la derecha estaba la recepción. Luego uno doblaba a la izquierda y entraba en la prisión. Ahí estaba lo que llamaban la estrella. A la derecha estaba la Compañía 2, donde estaban los presos amarillos o los llamados ‘plantados’, presos políticos. Si subías por dentro, llegabas a la enfermería”.

Fue allí donde presenció la agonía de uno de los presos políticos más reconocidos de Cuba: “Ahí fue donde falleció Pedro Luis Boitel. Yo estaba de retén esa mañana y subí a llevar café a la posta de la enfermería. Y me dicen: ‘Ese que está allá adentro se está muriendo.’ Le pregunté: ‘¿Pedro Luis?’ Me dijeron: ‘Sí, es Pedro Luis.’ Mi hermano me hablaba mucho de él. Cuando murió, le pedí permiso al teniente para cerrar sus ojos. Y fue ahí cuando todos los presos empezaron a cantar el himno nacional. Nos acuartelan a todos. Nadie se podía mover. Nadie podía salir”.
Décadas después, se enteró de que en honor a Boitel se creó un premio internacional de derechos humanos: “Me emocioné mucho. No sabía que existía ese reconocimiento. Me dio orgullo. Yo, este viejo que está aquí, está orgulloso de haberle cerrado los ojos a Pedro Luis. Él murió porque estaba muy débil”.
Su testimonio también toca su etapa como “trabajador internacionalista”: “Para ser trabajador internacionalista tienes que pasar entrenamiento militar antes de ir a una misión civil. Aquí dicen que no, que los médicos que van a Venezuela no son militares, pero para poder ir a trabajar en Angola, por ejemplo, yo tuve que entrenarme como soldado”.
El relato termina en el presente, donde el “combatiente” se enfrenta a una vejez que nada tiene que ver con la que esperaba: “Compañeros míos y gente vienen y comen de los basureros. Esto ha dado un cambio radical, que no es por lo que luchamos nosotros. Yo pensaba que cuando me jubilara estaría tranquilo, sin problemas, con una vejez asegurada: con medicinas, con atención médica. Si no hubiera sido por la ayuda de mi hija, no sé dónde estaría yo. Muerto seguro. ¿Se acabó la salud o no se acabó? ¿La culpa de todas esas cosas la tiene el imperialismo?”.