en Cuba todo estaba deslucido»
MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Anolan Ponce gracias a Sylvia Iriondo, a principios de este siglo, cuando la organización M.A.R. por Cuba, que Sylvia dirigía y a la que Anolan se incorporó desde muy temprano, comenzó a hacer campañas en París en las que tomé parte activa. Se trataba de defender a los presos políticos de la Primavera Negra de 2003; junto con otros activistas trabajamos arduamente para que diputados y senadores franceses los apadrinaran personalmente. Era una forma de protegerlos, y también de intentar que fueran liberados. Hubo otras campañas, incluso en el Parlamento Europeo de Bruselas (abril de 2004), manifestaciones en Miami y en París, presentaciones en la Casa de América Latina de la capital francesa y desayunos que organizaba M.A.R. en el Colonnade Hotel de Coral Gables. Incluso, se presentó la iniciativa “Yo no” [coopero con la dictadura] en la que participé junto a Sylvia, Anolan y las mujeres de M.A.R., el 18 de agosto de 2006 en presencia de Lincoln Díaz-Balart, en el Country Club de Coral Gables.
Con alegría y optimismo contagiosos, Anolan ha estado a lo largo de todos estos años en muchos de los sitios en que me he presentado. Siguió trabajando intensamente por la causa de la democratización de Cuba y sigue haciéndolo. Como ha sucedido con muchos entrevistados descubro casi al mismo tiempo que el lector su historia, y es un placer dejar testimonio de la vida de otra cubana ejemplar en estas páginas.
―Cuéntanos de tus orígenes familiares.
―Nací el 2 de junio de 1947 en Las Cañas, un pequeño pueblo cerca de Artemisa, en lo que era entonces la provincia de Pinar del Río. Mi padre, Manuel Ponce Martínez, había nacido en la finca La Simpatía de esa localidad. Su madre era cubana y su padre canario, originario del pueblo de Arucas, en la isla de Gran Canaria, y por esa razón a él le decían “El Isleño”. Mi abuelo paterno había llegado a Cuba con 15 años y como muchos de sus paisanos comenzó a trabajar en lo que apareciera (en su caso como lechero). Poco a poco, con mucho esfuerzo, fue adquiriendo tierras y dedicándose al cultivo de la caña y el tabaco, los productos propios de la región. Algunas fincas las compraba y otras las arrendaba, y fue precisamente al arrendar una de estas fincas que conoció a mi abuela, María del Rosario Martínez, una bella cubana de 18 años, hija de otro cultivador de tabaco, Homóbono Martínez. Mi abuelo contaba ya 30 años y se había establecido como uno de los principales cultivadores de tabaco y caña de la zona, por lo que dos años después se casaron. Fue entonces que adquirió La Simpatía, la joya de sus siete fincas, donde transcurrió su vida de hombre casado y crió a sus seis hijos hasta que la adversidad tocó a su puerta.
Fue en 1926 que tuvo grandes reveses, pues sus facultades cognitivas declinaban, perdió mucho de lo invertido y no pudo rebasar el golpe. Una triste noche de San Marcos, el Santo Patrón de Artemisa, mi abuela escuchó un disparo, y al salir al portal pudo divisar a corta distancia el cuerpo sin vida de mi abuelo. Se había destrozado el pecho con un disparo de su escopeta de caza. Ella se quedó viuda y haciendo frente a una deuda, además de responsable del sustento de seis hijos. Entonces tuvo que deshacerse de una por una de las fincas adquiridas, aunque nunca de La Simpatía. Era su último recurso, y la arrendó por tres años mientras tomaba albergue con sus hijos en una casita construida para el capataz de dicha finca. A los tres años había saldado la última deuda, se mudó de nuevo a la casa principal y continuó el cultivo en la propiedad. La Simpatía quedó en manos de la familia Ponce gracias a la entereza y valor de mi abuela.
En esa finca creció mi padre, quien contaba seis años cuando mi abuelo se suicidó, y contrariamente a sus hermanos mayores, odiaba el campo. Él decía siempre que el campo era muy ingrato porque por mucho esmero que pusieras en cultivarlo, de pronto una plaga, un ciclón o una sequía lo arruinaba todo. Su sueño era estudiar Ingeniería, pero no lo pudo realizar. Después de graduarse de la escuela superior en Artemisa no se le facilitaba ir a estudiar a la Universidad de La Habana. Por eso empezó a estudiar Mecanografía por correspondencia, se hizo mecanógrafo, y contrató a un maestro privado de Las Cañas que lo instruyó en asignaturas básicas del bachillerato como Álgebra, Geometría, etc. Era un apasionado de las Matemáticas, pero también de la Historia y de las Ciencias. Fue por aquella época que conoció a mi madre, Veneranda Sosa, una joven de Las Cañas con quien contrajo matrimonio y se mudó para ese pueblo. De esa unión nacimos mi hermano Manolito y yo.
El esfuerzo de mi padre por salir adelante en la vida lo ejemplifica la imagen que de él tengo estudiando tarde en la noche a la luz de un quinqué, ya que en aquel entonces no había luz eléctrica en la finca.
―¿Cómo transcurre tu niñez?
―Mis primeros dos años de vida los pasé en Las Cañas, pero después mi padre construyó una casa para nosotros en La Simpatía, y para allá nos mudamos. En La Simpatía transcurrieron mis próximos tres años. Recuerdo la bella naturaleza que nos rodeaba: los verdes cañaverales, la tierra arada, los surcos listos para recibir las semillas o las posturas. Y recuerdo también los pequeños placeres como irnos con toda la familia a la playa de Guanímar, que no era nada del otro mundo (tenía un muelle para entrar al agua pues había mucho fango en la orilla y debido a ello mi mamá siempre me ponía zapaticos de goma); pero, como todos los recuerdos de infancia, es entrañable para quienes, como nosotros, la visitábamos. En Semana Santa, un amigo de mi padre le prestaba un bote que se llamaba Mary II y nos íbamos de Guanímar hasta la playa de Majana a comprar langostas que luego mi madre preparaba en enchilado para Viernes Santo.
Otro acontecimiento que no nos perdíamos era la fiesta del 7 de octubre en Las Cañas en honor a su santa patrona, la Virgen del Rosario. Todo un espectáculo para mis ojos infantiles. La banda de música, el fascinante vendedor de velas con su gorra de almirante, colgándoles del hombro como un abanico de colores, los fuegos artificiales en el techo de la iglesia, las pencas de guano atadas a postes y horcones de los portales por todo el pueblo, y la hermosa virgen que paseaban por el pueblo en una plataforma de flores blancas que cargaban con orgullo hombres de fe.
―¿Cómo recibieron el golpe de Estado de 1952 en tu familia?
―El golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 liderado por Fulgencio Batista cambió abruptamente este mundo, y aunque reconozco que fue desastroso para Cuba porque rompió el ritmo constitucional de nuestra patria, y facilitó la llegada de Fidel Castro al poder, fue muy positivo para mi familia por línea materna.
Mi tío mayor por línea materna, Basilio Sosa Sáez, era amigo personal de Fulgencio Batista desde que se alistó en el Ejército con 18 años. Tal era la amistad que tenían, que cuando Batista comenzó su romance extramatrimonial con Marta Fernández Miranda, le asignó a mi tío la tarea de acompañarla a sus citas. En la víspera del golpe, Batista llamó a mi tío Basilio a Kuquine, su finca en las afueras de La Habana, y sin explicarle por qué, le encargó la seguridad de su familia. La amistad continuó en el exilio. Cuando mi abuelo materno, Eligio Sosa, falleció aquí en Miami en 1972, a la funeraria llegó una corona en cuya tarjeta se leía: “General Batista y Sra.”. El libro de los asistentes también está firmado por Roberto Fernández Miranda, el hermano de Marta.
Mi otro tío más joven por línea materna, Emiliano Sosa Sáez, resultó estar directamente involucrado en el golpe de Estado porque fue reclutado por Rafael Salas Cañizares, quien después se convirtió en jefe de la Policía Nacional. Tío Emiliano entró a Columbia en el cuarto automóvil por la Posta 4, durante la madrugada del 10 de marzo de 1952, y le otorgaron el grado de capitán. Con solo 29 años era el capitán más joven en La Habana a cargo de la estación No. 13, que estaba en Luyanó. Como sabía de los vastos conocimientos de mi padre, lo nombró jefe de la oficina de esa unidad y nos mudamos ese mismo año para La Habana, exactamente para San Francisco de Paula, un pueblo en las afueras de la capital, entre Luyanó y El Cotorro. A la misma vez puso en venta la parte que le correspondía de La Simpatía, que había sido dividida entre los cinco hermanos. Con el producto de esa venta tenía varios proyectos para nuestro futuro en La Habana.
―¿Cómo transcurrió tu vida en San Miguel del Padrón en la década de 1950?
―Mi padre no perdió tiempo y matriculó por las noches en la escuela de Belén, donde cursó los estudios necesarios para obtener su título en Electromecánica en 1955. Su diploma lo tengo colgado en mi oficina, en lo que yo llamo “La pared de los esfuerzos”, pues, entre otras cosas, están mis títulos universitarios y los de mis dos hijos, algunas de mis columnas en la prensa, el pasquín de mi hijo cuando se postuló para representante y otro de la Brigada 2506, además del Congressional Record que me otorgaron en 2013. No solo me siento orgulloso por todo lo que hay en esa pared, sino porque será la memoria familiar para que mis dos nietos sepan que en la vida todo es posible con esfuerzo.
Una vez que mi padre obtuvo su título, mi madre entonces se matriculó, también por las noches, en la Escuela Normal para Maestros con el propósito de graduarse en Magisterio, algo que siempre había soñado. Puso todo su empeño en ello e hizo un gran esfuerzo, ya que tenía a su cargo todas las labores domésticas de nuestro hogar y dependía del transporte público, la ruta de guaguas siete, para asistir a sus clases. Pero solo pudo completar un año, ya que Fidel Castro desembarcó en Oriente en diciembre de 1956 y muy pronto comenzaron a estallar bombas en lugares públicos, lo cual la hizo abandonar los estudios por la gran inestabilidad política que comenzó a azotar al país.
Del pueblo habanero recuerdo la cercanía de la finca La Vigía, donde vivía el escritor estadounidense Ernest Hemingway. Cuando se aproximaba el 28 de enero, todo el alumnado de mi escuela con la banda de música practicaba para la parada que se hacía ese día delante de esa propiedad, mayormente porque la calle en la cual estaba situada no tenía tráfico. La casa casi no se divisaba desde la calle, escondida por altas cañas bravas, pero lucía bella y misteriosa, y siempre la mirábamos con respeto, intrigados por el estadounidense famoso que vivía allí. La Vigía estaba muy cerca de mi casa y de los jardines de La Mineral, una de las aguas que se producían en la zona, y donde las jóvenes del pueblo celebraban sus fiestas de 15. Recuerdo también la iglesia de San Francisco de Paula, donde hice mi primera comunión, con su antiquísima puerta enorme de madera y sus imágenes clásicas, especialmente la de La Dolorosa, la Virgen María con un puñal clavado en el corazón ante Cristo en la cruz.
Pero si La Vigía y los jardines de La Mineral le dieron fama a San Francisco de Paula, lo mismo se puede decir de los panecitos que allí se fabricaban. Eran redondos y con una delicada capa azucarada además de nuez moscada. Tan populares eran que el local de color verde donde los fabricaban y los vendían y que estaba a la entrada del pueblo la gente fue bautizado como “Los Panecitos”. San Francisco de Paula era uno de los pueblos que atravesaba la Carretera Central, y los ómnibus que corrían muy veloces y llamaban “La flecha de oro”, siempre paraban allí, durante su ruta Habana-Santiago de Cuba para que los pasajeros pudieran comprar los panecitos. Eran tan famosos que me los he encontrado aquí en Miami, durante algunos eventos de Cuba Nostalgia en donde los han elaborado y vendido.
Yo asistía al Colegio Santana, también en San Francisco de Paula, donde cursé hasta el sexto grado y me gradué en junio de 1959. Fue entonces que me matricularon en la Havana Business Academy, una escuela de gran reputación, en donde todas las clases se impartían en inglés. Mi vocación eran ya las Ciencias Empresariales.
―¿Qué sucedió con el triunfo de la insurrección de 1959?
―Lo primero fue que mi tío capitán, por estar en el círculo militar de Batista, salió de la Ila en el último avión que se llevaba a muchos de quienes eran parte del Gobierno. Mi padre estaba marcado, como es lógico, por haber trabajado en la estación de mi tío. Fue investigado y no tuvo problemas, y como al principio no pensábamos que las cosas cambiaran radicalmente siguió el consejo de un amigo que le propuso abrir un taller de mecánica con un contrato para arreglar los camiones de la Coca Cola que el procuraría. El taller lo abrieron en el mes de julio de 1959 en Concha y Luyanó, y lo llamaron “El 1055 de Concha”. Durante los primeros meses de 1959 estuvo funcionando más o menos bien a pesar de que las condiciones no eran idóneas. Entonces comenzaron a visitarlos los inspectores enviados por el Gobierno para ponerles obstáculos y exigirles costosos permisos, a la vez que la falta de piezas de repuesto y materiales fue haciendo la situación insostenible para el nuevo negocio. Ello provocó la cancelación del contrato con la Coca Cola dos meses antes de su intervención, lo cual supuso la pérdida del mejor cliente que tenían. Tuvieron que cerrar el taller y todos los equipos se trasladaron temporalmente ―o al menos eso creían― a La Simpatía. Allí con el tiempo se convirtieron en chatarra, víctimas también del comunismo.
―¿Deciden permanecer en el país?
―Mi padre salió del país rumbo a Miami en octubre de 1960, dejándonos a mi madre, a mi hermano y a mí en Cuba y pensando reclamarnos cuando estuviera establecido en Estados Unidos, lo cual suponía serían tres meses. Sin embargo, una vez en suelo norteamericano se incorporó a los campos de entrenamiento militar de la Brigada 2506, en Guatemala, donde se preparaba una invasión a Cuba. Nunca nos dijo nada de sus actividades en el exilio, y cuando nos escribía lo hacía haciendo llegar la carta a mi tía en Miami para que desde esa ciudad nos la remitieran a Cuba.
En abril de 1961 estábamos en La Simpatía donde mis tíos habían establecido una granja de gallinas ponedoras cuando empezamos a oír los bombardeos de la base de San Antonio de los Baños. Mi madre decidió que teníamos que regresar a nuestra casa en San Francisco de Paula, pero una vez allí comprendió que había sido un error regresar, pues supimos del encarcelamiento masivo que el régimen castrista llevaba a cabo con todos los que consideraba desafectos del gobierno. Mi madre temía por mi hermano, que en aquel entonces tenía 15 años, y tratamos de esconderlo en un alto cesto de mimbre que perteneció a mi abuela, pero como medía seis pies de estatura la cabeza siempre se le quedaba afuera.
Gracias a Dios nunca vinieron a buscarlo y nos enteramos del fracaso de la invasión de Playa Girón como todos, por la radio y la televisión. Todo estaba perdido. Pero seguíamos ignorando que mi padre se encontraba entre los invasores de la Brigada 2506 y que había sido capturado. Mi madre nos prohibió a mi hermano y a mí mirar las entrevistas en la televisión, pero esa noche ellos fueron a visitar a un vecino y yo encendí el televisor. Estaban presentando a todos los invasores, y entonces veo a mi padre pararse y decir su nombre. Fue muy rápido, solo unos segundos, y es difícil describir lo que sentí. Estaba muy confundida y no dije ni media palabra a nadie. Esa noche me acosté pensando que era imposible, que aquello debía haber sido fruto de mi imaginación, porque seguía pensando que mi padre estaba en Miami.
―¿Y cómo recibieron la noticia oficial?
―Nunca hubo noticia oficial. Al día siguiente de yo verlo, mi tío vino a buscarnos y nos llevó para La Simpatía. Allí se enteraron mi madre y mi hermano, pues mis tíos también habían visto a mi padre en televisión. Dos semanas después, cuando regresamos a San Francisco de Paula, los milicianos habían entrado en nuestra casa registrándolo y virándolo todo.
Mi padre estuvo preso 23 meses, como casi todos los que fueron capturados. Primero estuvo en el Hospital Naval, en La Habana del Este, y después en el Castillo del Príncipe. En este último nos permitían visitarlo cada dos semanas.
―¿Qué les contó entonces?
―En la primera visita nos contó de la batalla, pero lo primero que nos dijo es que se había vuelto creyente, pues hasta entonces era ateo. Nos contó que desembarcaron bajo un intenso bombardeo, algo inesperado, pues se suponía que la aviación completa de Fidel Castro había sido eliminada en bombardeos previos a la invasión, bombardeos que el presidente Kennedy canceló con ellos ya en alta mar. Al tercer día de combate comprendieron que habían sido traicionados, pues veían en el horizonte los barcos de guerra estadounidenses, y a pesar del cerco de fuego que les tendieron ninguno de esos barcos hizo amago de apoyarlos. José Pérez San Román, jefe de la Brigada 2506, entonces dio la orden “Cada hombre por sí mismo” y mi padre con cuatro brigadistas más decidió huir a través de los montes. Su objetivo era tratar de llegar hasta La Simpatía, por la costa sur de Cuba.
El caso fue que estuvieron sin agua ni comida varios días. Escondiéndose en los matorrales y sin saber muy bien qué rumbo llevaban, avanzaban con dificultad. El cuerpo se acostumbra a no ingerir alimentos después de un día sin comer, pero no puede estar más de 24 horas sin beber agua. Estaban sedientos y uno de ellos, Jesús Sosa Cabrera le dijo: “Isleño, arrodíllate y vamos a rezar”. Él le hizo caso, no por creyente, sino por cumplir con los otros. En ese momento se dio cuenta de que tenía puesta la cadena con la medallita de la Virgen de La Caridad que mi madre le colgó al cuello cuando salió de Cuba y que había pertenecido a su madre y se dijo “No me la van a quitar los milicianos”, y allí mismo la enterró. Un poco más adelante llegaron a un sitio en que tropezó con los cimientos de lo que había sido una casa. Fue entonces que se dijo que si allí había existido una casa debía haber también un pozo y comenzaron a escarbar. Removiendo piedras y lajas hallaron un pozo. El agua no era del todo limpia, pero les supo a gloria. Unas horas más tarde los capturaron los milicianos.
―¿Cómo se produce la salida de Cuba de todos?
―Bueno, de todos no. Mi padre se quedó preso, y nosotros nos fuimos de Cuba. Ya estábamos marcados porque éramos familiares directos de alguien de la Brigada 2506 y nos iban a hacer la vida imposible. Mi hermano y yo ya no asistíamos al colegio, y se corría el rumor de que los padres perderían la patria potestad de sus hijos. Ante tales amenazas él mismo convenció a mi madre para que saliéramos de Cuba.
Salimos de La Habana rumbo a Miami el 22 de octubre de 1961, con una visa waiver. Mi padre se nos unió en Miami en diciembre de 1962 después de las negociaciones entre Fidel Castro y el Gobierno de Estados Unidos para un canje de los prisioneros por 62 millones de dólares en medicinas y alimentos.
―¿Cómo fueron tus primeros años en el exilio?
―Vivimos en La Pequeña Habana, exactamente en el 1450 SW 4th Street, en un edificio que todavía está en pie. El Gobierno estadounidense ayudaba económicamente con dinero a todos los cubanos que estaban llegando, además de proveerles asistencia médica en un dispensario en lo que hoy es La Torre de la Libertad. Los combatientes de Bahía de Cochinos eran tratados como soldados estadounidenses, y nosotros percibíamos 225 dólares mensuales. Eso terminó una vez que mi padre llegó a Miami.
Mis padres hicieron mucho hincapié en que tanto mi hermano como yo fuéramos a la universidad. Yo asistí a FIU, me gradué de Marketing and International Business, y después, obtuve un máster en Business Administration. Mi hermano obtuvo dos másteres, uno en Urban and Regional Planning de la Universidad de Florida en Gainesville y otro en Historia en la Florida State University, de la cual terminó siendo profesor. Tan importante era para mis padres la educación universitaria, que mi madre me dijo: “No te casas hasta que tengas, al menos, dos años de college”. Y me casé en 1968 con Cecilio Padrón Sánchez, quien también era de la Brigada 2506 y desembarcó en Bahía de Cochinos como paracaidista.
―¿Cómo comenzaste tu vida laboral?
―Entré en Eastern Airlines con 19 años en 1966, y permanecí en esta compañía por 25 años. Comencé como secretaria y fui ascendiendo hasta llegar a desempeñar la posición de Senior Systems Engineer a cargo del diseño, desarrollo e implementación de programas de computadora para Flight Operations, algo ajeno a lo que yo había estudiado, pero donde encontré mi nicho. Bajo mi responsabilidad estaban las comunicaciones de los despachadores de Eastern con la torre de control y todo el sistema de comida en los aviones. En esta posición tuve la triste tarea de hacer el cierre final a Eastern el 18 de enero de 1991 con un programa que yo había escrito años atrás bajo amenaza de huelga. Eastern, la segunda línea área de Estados Unidos, con 50.000 empleados, 10.000 de los cuales estaban en Miami, dejó de existir presionada por conflictos laborales que no pudo resolver. Pero yo continué trabajando, pues nuestros sistemas fueron adquiridos por Continental Airlines.
Esto lo hice hasta 1994, cuando renuncié y compré una agencia de viajes que mantuve hasta 1999. Pero ya en 1991 me había interesado en la compra o desarrollo de bienes raíces, y había fundado con el edificio que me tocó en el divorcio, FAM Warehouse Corp., un complejo de almacenes para alquilar. Después compré tierras en El Doral y construí en 1999 otro complejo de almacenes comerciales, FAM-WEST Warehouse Corporation. En 2021 termine la construcción de mi tercer proyecto de almacenes en Medley, MPVS Properties, que lleva las iniciales de los nombres de mis padres. Aparte de todo eso, construí en 1996 la casa donde vivo, diseño de mi hermano.
―Te has convertido en una de las abanderadas de la lucha contra la dictadura cubana. ¿En qué momento despertó en ti el interés por esta causa?
―Sucedió cuando el caso Elián González en 1999. Recuerdo que me fui a manifestar contra el regreso del niño a Cuba delante de la Corte en Miami junto a Ofelia Vázquez, la que fuera manejadora de mis dos hijos. En esa manifestación me vio Graciela Cruz-Taura, profesora de FAU quien ya me conocía, y formaba parte del grupo M.A.R. por Cuba que había fundado Sylvia Iriondo en Miami. Fue ella quien me sugirió que podía incorporarme al rosario que todos los miércoles rezaban las mujeres de M.A.R. en la Ermita de la Caridad. Desde ese momento empecé a colaborar con esta organización; estuve hasta 2014 en casi todas las campañas, en los viajes a la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra, a París, en donde participamos en las manifestaciones y actividades que tú mismo organizabas en favor de los presos de la Primavera Negra de 2003, en Costa Rica, Washington, etc., siempre apoyando en todo lo que estaba a mi alcance.
―Pero has estado también en otros grupos…
―En 2003 Leopoldo Fernández Pujals, Remedios Díaz-Oliver y Gus Machado fundaron el US Cuba Democracy PAC. El objetivo era influir a través de cabildeo a los congresistas para evitar que quitaran el embargo al régimen de Cuba. Nuestro cabildero fue el abogado y director ejecutivo de Cuba Democracy Advocates, Mauricio Claver-Carone, quien hizo una tarea estelar respaldado por nuestras recaudaciones y evitó que el lobby en contra del embargo tuviera éxito. Me incorporé al PAC desde su fundación y nuestro objetivo fue recaudar fondos para poder influir realmente en la política de la Casa Blanca con respecto a la dictadura cubana. Cada uno de los 20 directores del PAC estábamos comprometidos con 5.000 dólares anuales, pero recaudábamos mucho más a través de las actividades que organizábamos.
―¿Fue entonces que comenzaste Risas y música para Cuba, aquellos espectáculos que hacías en Miami una vez al año?
―Exactamente. En el 2004 hice el primero gracias a la ayuda de los actores y dramaturgos cubanos Salvador Ugarte y Alfonso Cremata, quienes donaron una función en su Teatro Las Máscaras, comprometiéndome yo a vender las 200 butacas y ellos a actuar gratis con su elenco. Ese primer evento fue Un velorio en Hialeah, y todo lo recaudado fue para el PAC. Entonces se me ocurrió que el espectáculo debía crecer y conseguí el Teatro Artime, que tenía 800 butacas. Cuando vi, desde el escenario, la cantidad de entradas que tenía que vender pensé que nunca lo lograría. Pero Cremata tuvo la idea genial de traer a su amiga Olga Guillot, quien no se presentaba en Miami desde hacía unos 10 años pues se había disgustado con la radio local ya que a su último disco no le habían hecho suficiente publicidad. Ese segundo espectáculo salió ya con el título con el que se siguió realizando: Risas y música para Cuba y tuvo a Olga Guillot como invitada especial. Fue un éxito total.
Mi tercer espectáculo decidí presentarlo en el Dade County Auditorium con sus 2.200 butacas. En este lugar lo continué presentando hasta su final. Algo importante es que los artistas que aceptaban participar lo hacían de forma gratuita para apoyar nuestra causa. En los espectáculos que organicé hasta 2018 tuve a Blanca Rosa Gil, Xiomara Alfaro, Luis Aguilé (ya mayor y residiendo en España), Paquito D’Rivera, Arturo Sandoval, Roberto Torres, Carlucho y su elenco, Amaury Gutiérrez, Carlos Oliva, Marisela Verena, Luis Bofill, Luisa María Güell, Pedrito Román, Eddy Calderón, Los Tres de La Habana, Ana M. Perera y Malena y Lena Burke, entre otros. Sin embargo, algunos cuyos nombres prefiero no mencionar nunca quisieron apoyarnos e inventaron pretextos porque no estaban dispuestos a dar un centavo por nuestra causa. Pero siempre tuvimos enorme apoyo de la radio y la televisión.
Lo importante no era solo el dinero que se recaudaba, sino que lo recaudado venía realmente del pueblo, contrariamente al lobby de quienes cabildeaban a favor de que quitaran el embargo. Pero era una labor intensa, pues yo procuraba los artistas; los tickets se vendían por teléfono desde mi casa y se enviaban por correo; yo iba a las estaciones de radio a promover el show, y llevaba a los artistas a los programas de televisión; pero fue una labor muy fructífera. El ingreso bruto de Risas y música para Cuba en 14 años llegó al millón de dólares. Por ello me otorgaron el Congressional Record.
―Tengo entendido que también te implicaste mucho en el Memorial Cubano…
―Con el Memorial colaboré también desde su comienzo en 2003. El Memorial Cubano fue idea de Renato Gómez y Francisco Martínez, dos exprisioneros políticos cubanos. Todos los años en la tercera semana de febrero, de viernes a domingo, se colocaban 10.000 cruces en el campus de FIU, en el parque Tamiami. Cada cruz llevaba el nombre, la fecha de defunción y lugar de fallecimiento de la víctima. Estos nombres provenían de listas compiladas por el Dr. Armando Lago, ya fallecido, de las cuales se imprimían etiquetas que después se colocaban en las cruces. Hice de todo. Puse etiquetas hasta la medianoche, y servía los tres días en las mesas de voluntarias recibiendo a los visitantes e indicándoles dónde estaba la cruz que buscaban. Pero necesitábamos encontrar un lugar digno para construir un monumento permanente y obtener los fondos. Finalmente, con el apoyo de políticos cubanoamericanos, y sobre todo del comisionado Joe Martínez, se logró construirlo en el mismo parque Tamiami, y se inauguró en 2014. Fue diseñado por los arquitectos cubanos Willy y Otto Borroto y se trata de un obelisco cuadrado de 18,9 metros de altura con la bandera cubana pintada en sus cuatro lados, y los nombres de las más de 10.000 víctimas tallados en paredes de mármol negro a su alrededor.
El Memorial Cubano fue mi inspiración para escribir “Historia de una cruz”, un artículo que envié a El Nuevo Herald, y para sorpresa mía, fue publicado. Estuve colaborando con este diario como columnista de opinión por 10 años, de 2012 a 2022. Y con Diario Las Américas por tres, de 2008 a 2011.
―¿Regresaste alguna vez a Cuba?
―Mi esposo Cecilio, que luego se convirtió en uno de los directores que tuvo la Fundación Nacional Cubano Americana, tenía el delirio de volver a Cuba y en 1985 accedí. Por supuesto, no le dije nada a mis padres pues les hubiera dado un infarto. Fuimos una semana en aquellos viajes de la comunidad en que había que reservar un hotel y no podíamos exceder una estancia de siete días. Fuimos a Ciego de Ávila y Sancti Spíritus, las ciudades de donde venía la familia de Cecilio. También a Las Cañas, La Simpatía y San Francisco de Paula. El viaje fue por México y cuando subí al avión de Cubana de Aviación me sentí derrotada porque estaba regresando al sitio en donde los que nos hicieron sufrir y nos humillaron seguían en el poder.
―¿Y qué impresiones tuviste?
―Me di cuenta de que a pesar de la decadencia y del horror todo me era familiar. Cuba era mi tierra y sentí como si el reloj se hubiera detenido porque todo estaba deslucido, pero seguía en el mismo lugar. Recuerdo que íbamos en un taxi y vimos encima de un edificio un letrero que anunciaba los chorizos españoles El Miño. Entonces le dije a Cecilio: “Ay, los chorizos que tanto me gustaban, qué bueno, vamos a comprar una lata”. Y el taxista se volteó hacia nosotros y nos dijo: “Ay señora, de El Miño aquí solo queda el letrero”. Mi hijo, Eric Padrón, que falleció con 53 años hace apenas dos años, visitó la Isla en 1990 y mi hija en 2015. Ambos quisieron ver la tierra de sus padres, pero cuando regresaron me di cuenta de que no les interesaba volver.
―¿Qué planes tienes para el futuro?
―“Historia de una cruz” me inspiró a escribir una novela histórica sobre los 10 muchachos de Las Cañas que murieron asesinados por el castrismo por haberse alzado contra el gobierno, y hace años que estoy enfrascada en ello. Los dos jefes principales eran Francisco Robainas Domínguez, a quien llamaban “Machete”, y se suicidó cuando los milicianos lo cercaron, e Israel García Díaz, conocido como “Titi”, quien fue fusilado. A otros cinco los quemaron vivos en un cañaveral. Otros dos murieron en combate, y otro fue ultimado frente a su familia. Tengo las entrevistas grabadas que hice a las esposas de Titi y Machete, y también al único guerrillero del grupo que sobrevivió, Domingo García, quien me contó cómo llegó el final de la guerrilla.
Cuando “Historia de una cruz” fue publicada en El Nuevo Herald en 2004, Sofía Cabrera, quien fue maestra en Las Cañas, averiguó quien yo era y me llamó. Entonces me dijo: “Tienes que escribir la historia completa”. Fue ella quien me puso en contacto con las personas que antes mencioné, y quien recopiló sus recuerdos del día que quemaron a los cinco alzados en un cañaveral de la finca Monserrate colindante con Las Cañas.
Mi único plan en estos momentos es terminar la historia que ya solo le falta el capítulo final. Se lo debo a estos muertos de mi pueblo y sobre todo a Sofía.