Entre derrumbes nos están matando
LA HABANA.-Dormir con un ojo abierto y otro cerrado se ha convertido en un hábito de los “deambulantes” e “ilegales”, como los llaman oficialmente, que habitan, pernoctan o escogen como refugios o urinarios las ruinas pompeyanas de Santos Suárez, Luyanó y Centro Habana.
Si los fantasmas fueron ocupando, poco a poco, los espacios de una vivienda en el relato “Casa tomada”, de Julio Cortázar, lo hacen con La Habana los cubanos condenados a la marginalidad y la indigencia, “los vagos disfrazados de mendigos” que dice Marta Elena Feitó, la ministro de Trabajo y Seguridad Social.
Ninguno de los cubanos obligados a sobrevivir en edificaciones convertidas en laberintos de inseguridad y miseria ante la desidia o la mirada extraviada de las autoridades puede conciliar el sueño. El temor a que se derrumbe el techo sobre la familia, a que alguno sea atravesado por una de las cabillas que cuelgan sobre la cama, a caerse y sufrir una fractura en las hendiduras del piso o a ser tragado por un hueco de la escalera a la que faltan peldaños.
Mientras tanto, como aves carroñeras que sólo bajan a tierra cuando identifican cadáveres, los funcionarios del Partido Comunista y el gobierno, acompañadas por socorristas, bomberos, intendentes, delegados y brigadas de demolición, entre otros “factores” asistenciales y funerarios, aparecen como por arte de birlibirloque, cargados de viejas promesas para los damnificados.
Solemnes, ridículos, en posturas patéticas, con los disfraces de salvadores utilizados por décadas ante cada desastre, los continuadores de quienes prometieron y aun prometen que “ningún cubano quedará abandonado a su suerte”, vuelven a poner el viejo disco rayado que, con algunas variaciones, pero, a similar ritmo, lento e impredecible, hacen recordar otros grandes boleros en la voz y el estilo de intérpretes de turno en el espectáculo dramático que todavía algunos se empeñan en llamar “Revolución Cubana”
Los dos derrumbes ocurridos el pasado fin de semana en los municipios Habana Vieja y Diez de Octubre, que dejaron un saldo de cuatro muertos (incluida una niña de 7 años), demostraron de nuevo que, ante las pérdidas humanas y materiales dejadas por un desastre natural, una explosión o un derrumbe, la actitud de los responsables de salvaguardar las vidas y bienes de los cubanos, siempre será la misma: vender la imagen de preocupación y eficiencia, rasgos que jamás han tenido.
Basta recordar lo que hicieron por los sobrevivientes de los siete derrumbes ocurridos por las intensas lluvias caídas en La Habana en junio de 2016, sobre todo, el desplome parcial de un edificio de la calle Villegas esquina a Muralla, en la parte vieja de la ciudad, que dejó tres personas heridas, entre ellas una embarazada, solo un día después que La Habana fuera declarada “Ciudad Maravilla” por una encuesta internacional a cargo de la organización Wonders7World, con sede en Suiza.
No se puede olvidar la incapacidad de respuesta de los funcionarios gubernamentales intermedios y de base ante los reclamos de los damnificados en los 100 derrumbes parciales y totales provocados en la capital cubana por las lluvias y vientos del huracán Alberto, en Mayo de 2018, ni en la caída de balcones, techos, paredes que ocurren a diario hasta el día de hoy.
“La lluvia, siempre la lluvia” –como decía mi desaparecido colega y amigo, el dramaturgo matancero, Hugo Araña Sanchoyerto- no es la única culpable del estado de decrepitud y ruina del fondo habitacional cubano. La desidia, el abandono, la construcción indiscriminada y estéril de hoteles para turistas en detrimento de la edificación de viviendas para el pueblo, más que un insulto a las condiciones en las que habitan los ciudadanos de a pie, es una oda a su muerte.
Tres niñas de 11 y 12 años murieron aplastadas al desprenderse el balcón de un edificio en La Habana Vieja, el 28 de enero de 2019. Las niñas se preparaban para homenajear a José Martí, el Héroe Nacional, en el día de su natalicio. La tarde del siniestro había un sol radiante. Las autoridades, testarudas e insensibles, no escucharon los reclamos y advertencias de la población, que llevaba meses advirtiendo que ese balcón se iba a caer.
Ante estos nuevos derrumbes, el de Santos Suárez y el de la Habana Vieja, los funcionarios del gobierno vuelven a mostrar su habitual indolencia. Se hacen fotos, hablan del pesar que sienten por los fallecidos, repiten viejas promesas de acompañamiento a los damnificados, entonan el estribillo “nadie será abandonado”. Y después, el muerto al hoyo y el dirigente al pollo, hasta los próximos derrumbes que, por desgracia, vendrán.