La ciudad será un sembradío
LA HABANA, Cuba. – Se fue Milton, ya no desanda el mar ni la tierra ese huracán con nombre de poeta. Ya se fue Milton dejando devastación y podredumbre en cada uno de los sitios por los que pasó. Ya no se perciben las fuerzas de sus vientos ni sus furias, y también se asfixiaron las lluvias tan intensas. El mar volvió a la calma, pero lo más probable es que el recuerdo de su saña persista durante muchos años en la memoria colectiva.
Ya se apagó aquel huracán que exhibiera nombre de poeta. Milton está sofocado y en la historia, y lo más probable es que persista por mucho tiempo en el recuerdo, incluso en el imaginario de quienes no confrontaron la fortaleza de sus vientos. Ya está volviendo la calma a los territorios abusados, y las aguas comienzan a tomar sus niveles habituales.
Milton fue devastación y fue quebranto, y es probable que los ojos que le miraron reconocieran en él al mismísimo centro del infierno. Y no dudo que las almas más ilustradas se pusieran a evocar, y sin remilgos El paraíso perdido, ese que Milton nos legó, como también es probable que nos pusiera frente a otro de los paraísos perdidos, frente a un infierno aborrecible.
Y tras la calma reaparecen desastres más terribles que el huracán y el terremoto, más que ese Milton que convocó a todas las fuerzas del viento y también del mar, pero es casi seguro que esos estropicios se borren sin muchas dilaciones y den paso a un paisaje recobrado, sin esas “listas de espera” que duran años, eternidades, porvenires, que por acá reconocemos muy bien.
Y porque tengo la certeza de que es muy probable que ocurra todo eso que he fijado en estas líneas, echo otras miradas que también me hacen pensar, y con más fuerza, en la destrucción y en la barbarie que es siempre el final de un huracán, de un terremoto o un tsunami, aunque no nos tocara esta vez. Milton dará paso al recobrado paraíso, mientras yo, y mis coterráneos, desandaremos los muy dilatados círculos del infierno.
Y hoy me puse a desandar el Cerro. Salí a buscar algo que poner en la cazuela y sobre alguna hornilla del fogón. Y así desandando el barrio en el que transcurren estos días de mis angustias, recordé lo que de las bondades del Cerro había yo escuchado. Y desandándolo, buscando pistas de comida, miré otro paisaje, está vez después de esa batalla que ha resultado ser el comunismo.
Y caminando, hurgando como alma en pena, miré al Cerro que hoy también hace recordar a un paisaje después de mil batallas. Caminando, husmeando en los más intrincados recovecos del barrio que fue tan elegante, constaté la podredumbre y la desolación que es tan semejante a ese paisaje que en herencia nos deja un huracán.
Andando y andando fui a dar a la calle Santa Teresa, a esa que, como todas las calles de esta ciudad, ya perdió todas sus prestancias. El Cerro, aquel barrio del que dicen fue muy hermoso, ya derramó güiro, calabaza y miel, y la mayoría de sus casas señoriales se desplomaron (y las que quedan están a punto de venirse abajo, irremediablemente).
El Cerro, y la maldita circunstancia del agua de lluvia por todas partes, y yo caminando, contemplándolo, y buscando algo que poner en las cazuelas… Y así, caminando, así buscando, llegué a la calle Santa Teresa donde encontré algo particularmente extraño y con tintes de lo que es insólito.
Yo miré, tristemente, los signos del desastre que está a punto de llegar. Y allí, en medio de la calle Santa Teresa miré un sembradío. “Insólito”, me dije, y se me abrió la boca, espontáneamente… No lo podía creer: un huerto en medio de la calle, un huerto creciendo en la profundidad de un bache, en una brevísima depresión en el asfalto de la calle Santa Teresa. Un bache, un sembradío, en esa calle con la que el Cerro hizo honores a Santa Teresa de Ávila, la fundadora de la orden de las Carmelitas descalzas.
Y es tremendo que esa calle tan triste y desguazada exhiba el nombre de quien escribiera “Camino de perfección”. Y quizá un camino de perfección pudo ser esa calle que hoy llora ante los ojos de la santa, de todo el que la transita. Santa Teresa es hoy triste, y a los vecinos no les queda otro remedio que aprovechar lo que tienen, incluyendo los huecos en el asfalto de sus calles. Sembrar en cualquier sitio, incluido un hueco en el asfalto, esa es la cuestión.
Caminando las calles, siguiendo el entramado del barrio grande, redescubrí sus miserias, y hasta sus “emprendimientos” para conseguir la sobrevida, esa que debería ser de desayunos, de almuerzos y comidas, pero… caminando y caminando, descubrí lo insólito de un huerto en medio de una calle, en un bache que rompió el asfalto.
Cóncavo el hueco, como suelen ser todos los huecos que en días lluviosos se convierten en criaderos de mosquitos, y en huertitos en el mejor de los casos… Y espero que el lector no se enfade por la insistencia del diminutivo y lo suponga, en extremo, “amanerado”, pero dejo bien en claro que lo que vi fue un huertito en el sitio en el que antes hubo asfalto.
Una sobrevida a la vista de todos. Y lo que pasa una vez pasa también mil veces, y hasta más, y no sería imprudente y tampoco raro que desaparezca el asfalto en otras calles, que la voluntad popular haga huecos hasta encontrar la tierra para sembrar lo que debemos comer y el Gobierno no garantiza.
No será raro que rompamos las calles para hacer sembradíos. No me extrañaré cuando vea que en la Calzada del Cerro apareció también un hueco para hacer en él una hortaliza. No voy a inmutarme si miro una siembra de frijol donde antes hubo una avenida, y tampoco si en el Parque Central, donde Martí se levanta, aparece un labrantío.
No voy a sobrecogerme si se hace canción de gesta, y un estribillo nos convoca: “Lucha tu yuca, taíno”. ¿Y si desaparece el Teatro Tacón, que fue luego Gran Teatro, y luego García Lorca, y luego Alicia Alonso? ¿Y luego campo de boniatos o sembradío de arroz? ¿Y qué voy a hacer si el hambre nos consume y nos rompemos los dientes comiendo piedras? ¿Sembrar en nuestras casas? Levantar las losas del piso, sembrar. ¿Sembrar qué?