Las consecuencias económicas del Sr. Trump | Elecciones Estados Unidos
La Gran Crisis es tal vez la crisis de nuestras vidas. Aquella formidable tormenta financiera que tuvo su momento culminante cuando los banqueros de inversión más arrogantes del mundo, los chicos de Lehman Brothers, se fueron al garete y pusieron la economía global al borde del precipicio, no ha terminado. Sus efectos siguen con nosotros. La Gran Recesión empezó siendo una crisis financiera y después fue crisis fiscal, crisis del euro y más adelante sufrió varias mutaciones que acabaron derivando en una crisis geopolítica, que explica en parte las guerras de Ucrania y Oriente Próximo. Hace 15 años se temió por una deflación, una caída generalizada del nivel de precios que es el equivalente económico del séptimo círculo del infierno de Dante, pero al final hemos tenido varios episodios de inflación galopante, y la inflación es una enfermedad económica correosa, que provoca enormes sacudidas y suele dejar la economía —y la política— a la virulé.
Las clases medias occidentales han perdido poder adquisitivo desde aquel octubre de 2008. Y la derivada inflacionista de los últimos tiempos (por las guerras, por la citada pandemia y también por el activismo de los bancos centrales durante la Gran Crisis) volvió a perforar los mismos agujeros de los mismos bolsillos. El centroizquierda y el centroderecha han cuidado el PIB, el desempleo y demás macrocifras, y sobre todo de las Bolsas, y como mucho han incluido en su análisis, con la boca pequeña, el gigantesco problema de la desigualdad. Y los bancos centrales han devuelto la inflación a niveles digeribles. Pero los partidos centristas llevan años sin hablar de veras de renta disponible, de ingresos de las familias. En plata: de hasta dónde llega un sueldo cuando además la vivienda ahoga en muchas latitudes. Los responsables económicos estadounidenses y europeos tienden a pensar en términos de inflación, pero no reparan en que el nivel de precios no cae cuando se controla la inflación: solo sube un poco más. También olvidan que los salarios se ajustan más lentamente que los precios, y algunos ni siquiera se ajustan. Esa marea no reflota todos los barcos por igual.
Y por ahí, por los temores asociados a las pérdidas de ingresos de las sufridas clases medias trabajadoras —más los miedos típicos de las épocas de grandes transformaciones como la revolución verde ya la tecnológica—, también los populistas. El más peligroso de ellos es Donald Trump, que ha percutido una y otra vez en una pregunta: de acuerdo, las macrocifras están mejor, ¿pero usted llega más holgado a fin de mes o no? Los demócratas no han encontrado una respuesta convincente a esa cuestión (que empieza a asomar también en el debate español, por cierto). Y esa es una de las grandes claves del malestar que se ha traducido en la victoria arrolladora de Trump. El presidente electo de EE UU es un síntoma más de un modelo económico que muestra dificultades para ofrecer bienestar y seguridad a amplias mayorías sociales, y que ha socavado con ello la propia estabilidad de las democracias liberales apenas unos años después de que los más osados hablaran del “fin de la historia”. Trump es un campeón de la desinformación y del tecnofeudalismo. Ha salido ganador de las guerras culturales sobre el feminismo, la migración, el cambio climático y todo lo que se mueve hacia la izquierda del espectro político. Y ha sabido apelar a las clases medias empobrecidas por mucho que él sea rico, libertario y que vaya a enfocar sus políticas precisamente a beneficiar a los suyos: los ricos y los libertarios.
¿Qué viene con el trumpismo 2.0? Guerras comerciales: Trump ya subió aranceles en 2016, y esa esos ahora el mayor riesgo. Viene además una oleada de desregulación: carpetazo a las políticas verdes y liberalización favorable a las tecnológicas, a la Inteligencia Artificial ya las criptomonedas, con gente como Elon Musk frotándose las manos. Wall Street anticipa también que Trump liberará a los bancos de las pocas ataduras a las que se les sometió tras la debacle de 2008. Y todavía hay una tercera pata en la que cabe esperar novedades: la política fiscal, a través de rebajas de impuestos, principalmente a empresas y millonarios, y recortes de gastos, aunque no hay mucho que recortar en un Estado de bienestar que palidece tanto como el estadounidense.
Las primeras consecuencias del trumpismo se vieron horas después de la victoria: subidas en Wall Street, que saluda así a uno de los suyos, y malas noticias para el euro, el peso mexicano y China, básicamente por las subidas arancelarias. Pekín reaccionará en breve con un paquete de estímulo fulminante, pero lo del euro es más problemático. Europa no atraviesa su mejor momento, con varios países tratando de negociar bilateralmente con Washington y sin el eje francoalemán bien engrasado. Y la UE acumula un superávit comercial gigantesco con EE UU, que sobrepasa los 150.000 millones anuales y habla a las claras de la adicción de las empresas europeas a la demanda estadounidense. Las potencias industriales serán las más afectadas: la más señalada es Alemania, que aún no se ha recuperado del último golpe y está en plena crisis política. España debería verse menos golpeada, aunque sus multinacionales tienen mucha exposición a México y América Latina: vienen curvas por ese flanco.
Trump es, por fin, una mala noticia en términos de recuento de la incertidumbre. Para reducir los riesgos, lo normal sería que el BCE rebajara los tipos de interés más intensa y rápidamente, hasta el entorno del 2% en unos meses (algo que debería darse por descontado si no fuera porque los halcones, entre ellos algún español, vuelan alto en Fráncfort). Pero más allá de las consecuencias económicas de Mr. Trump, no hay que olvidar que el recuerdo que aquella crisis de 2008 sigue, de alguna manera, también con nosotros en Europa: también aquí hay una clase media empobrecida con una mezcla de desencanto y malestar. que hace crecer la marea ultra. “Los ricos se quedan con los activos, los pobres con la deuda, y los pobres acaban pagándolo todo a los ricos solo para vivir en una casa. Los ricos usan ese dinero para comprar el resto de los activos de la clase media y el problema se hace más grande. La clase media desaparece, el poder adquisitivo desaparece para siempre, los ricos se hacen más asquerosamente ricos y los pobres, bueno, supongo que se mueren”, escribe Gary Stevenson en un libro desasosegante, El juego del dinero.
El historiador Adam Tooze dice algo parecido: afirma que hay una semana llamativa entre las preguntas que el mundo se formulaba hace 100 años y las de ahora. ¿Cómo se gestionan riesgos colosales que se comprenden poco y resultan incontrolables? ¿Cómo se desarrollan los movimientos tectónicos del orden global y se transforman en terremotos repentinos? ¿Cómo sucede eso en marcos de referencia anacrónicos, con reglas diseñadas para un mundo que ha desaparecido? ¿Cómo aprovechan los líderes las pasiones de la política popular? Cada gran crisis económica deja como regalo cicatrices políticas: la Gran Depresión trajo fascismos y una gran guerra; la Gran Recesión y ese cabreo morrocotudo de la clase media han dejado ya un par de guerras y un puñado de ultras; uno de ellos en la primera potencia mundial.
El trumpismo es la última evacuación de un sistema que parece haber desviado a la política de la razón para llevar a las sociedades tras ese flautista de Hamelin de pelo anaranjado. La paradoja es que los demócratas habían gestionado bien la economía. Y, aún así, la élite progresista no ha sido capaz de bajar de su torre de marfil y ver los sensacionales efectos del empobrecimiento de la clase media entre tanto champán macroeconómico. Los líderes europeos deben tomar buena nota de esa avería en el discurso. La democracia liberal debe ser eficiente si no quiere transformarse en lo que Anne Applebaum denomina “democracias híbridas o iliberales, o autocracias suaves”, que ascienden a una cincuentena en todo el mundo. EE UU va de cabeza a ser una de ellas. Y alguna hay también en la UE.