Los cubanos estamos perdiendo la autoestima nacional
LA HABANA, Cuba. – Hay un chiste que repiten mis compatriotas y que me causa mucho malestar y tristeza: el de la niña que, cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, contesta “extranjera”.
La moraleja de ese chiste para nada gracioso es que los cubanos, como resultado de las penurias y miseria en que vivimos la mayoría y el sometimiento a una dictadura que nos ha condenado a esa situación y parece inacabable, estamos perdiendo la autoestima nacional.
Qué sentido de pertenencia puede quedar en los miembros de una horda hambreada y sin esperanzas que se ve obligada a obedecer y fingir, cuidándose del chivato que puede ser cualquiera y que, para sobrevivir, tiene que involucrarse diariamente en un torneo lleno de obstáculos donde nada se respeta.
A muchos compatriotas, en las últimas décadas, les ha hecho mucho daño presenciar el trato dispensado a los turistas y demás visitantes foráneos: hoteles, resorts, cotos de caza y pesca, restaurantes, clubes y demás sitios lujosos donde los extranjeros son acogidos con exquisita deferencia y a los nacionales, si no son de la elite, se les trata como apestados, si es que se les permite el acceso.
Duele ver cómo muchos cubanos se han convertido en lastimosas y estereotipadas caricaturas al servicio del turismo internacional, ávido de exotismo y sexo barato: maestros, médicos, ingenieros y otros profesionales sirviendo de choferes y criados; rumberas y rumberos sexis, babalawos de utilería, vendedores de habanos, artesanía o libros y parafernalia castro-guevarista como souvenirs para extranjeros de la más trasnochada izquierda que vienen a Cuba a aleccionarnos sobre las bondades del socialismo castrista y la importancia de que resistamos. Y, sobre todo, proxenetas, jineteras y pingueros, desesperados por los dólares o los euros, o mejor, por conseguir con quién casarse y que los saque de Cuba.
No abundaré en el tema de los varios cientos de miles de personas, principalmente jóvenes, que han emigrado en los últimos años por distintas vías a Estados Unidos o adonde sea, y los muchísimos más que aspiran a emigrar. Y no son pocos los que lo hacen para poder ayudar económicamente a sus padres y sus hijos. ¿Qué orgullo pueden sentir los que, a cambio de estar separados de sus seres queridos, viven mantenidos por sus remesas?
Paradójicamente, en la primera mitad del pasado siglo, a Cuba emigraban personas de todo el mundo, incluso de Europa (principalmente de España, Italia y Europa Oriental) y Estados Unidos.
Hasta no hace muchos años, los cubanos estábamos orgullosos de serlo. Muchos presumían de que éramos seres excepcionales: los más listos, los más simpáticos, los más elegantes, los mejores y más fogosos amantes, los más diestros bailadores, los más bravos guerreros, los mejores peloteros y boxeadores…
Hoy, de tan pobres y humillados, con la mala fama que nos han dado, con tantos errores que lamentar y tanto de qué arrepentirnos, con tanto que nos ha arrebatado el castrismo, sometidos al chantaje, incapaces de cambiar nuestra mala suerte, casi que abochorna ser cubano. O al menos como esos cubanos que el régimen quiere presentar como la mayoría, esos que si no lo apoyan, lo simulan, o al menos, lo obedecen.
Aun así, seguimos creyendo que Cuba es el ombligo del mundo. Tienen esa confusión lo mismo los castristas que piensan que la izquierda mundial tiene a Cuba como referente luminoso, que los exilados anticastristas que creen que el presidente que esté en la Casa Blanca tiene a Cuba como su principal prioridad en política exterior y nos va a liberar de la dictadura.
Detrás de ese desmesurado ego nacional que tuvimos se ocultó siempre un complejo de inferioridad por habitar una diminuta ínsula que nos resultaba corta y estrecha para tanto delirio de grandeza. Y eso nos ha salido demasiado caro.
El complejo por haber sido el último país latinoamericano en independizarse de España, y para eso, con la ayuda de los estadounidenses que, a cambio, nos impusieron la Enmienda Platt, trajo como consecuencia un nacionalismo enfermizo y la revolución de Fidel Castro, un acomplejado bastardo provinciano y falto de clase, pero astuto y con delirios mesiánicos que, para quedar inscrito en los libros de historia, quiso poner a Cuba en el mapa mundial, enfrentándola a Estados Unidos aun a costa de una guerra nuclear.
Aquella Revolución que una vez enorgulleció e hizo sentir protagonistas a personas tan resentidas y acomplejadas como su líder, derivó en una dictadura de 66 años que nos ha sumido en la indigencia material y moral. Que no logremos desembarazarnos de una buena vez de ella, que sigamos sometidos a los caprichos de unos ridículos mandamases, mendigando, hambreados, en el victimismo pachanguero, haciendo chistecitos, sin que nadie se decida a poner el muerto, es un buen motivo para acomplejarse.
El escritor exiliado Manuel Gayol Mecías, en su libro 1959: Cuba, el ser diverso y la isla imaginada (Neo Club Ediciones, 2019) concluye que, luego de seis décadas de totalitarismo, “al perder la imaginación vital, queda solamente la rutina, la falta de creatividad, la existencia repetida en una uniformidad de miseria, la monotonía de una vida que nada más dispone de corrupción, miedo e incertidumbre”.
Se ha creado entre los cubanos una cultura de la subsistencia en la que vale todo y que entraña el riesgo de degenerarnos como pueblo. En ese triste momento estamos hoy. Ojalá lo logremos superar.