Pensilvania, en el corazón de la batalla: voto a voto entre Harris y Trump por la Casa Blanca | Elecciones USA
Newtown, una pequeña localidad a 50 kilómetros al norte de Filadelfia, es a simple vista una localidad idílica, con sus cuidadas viviendas unifamiliares de jardines floridos, comercios pintorescos, una cafetería en la que ha nacido más de un idilio local y bancos callejeros que homenajean con pequeñas placas a vecinos del pasado.
Eso es a simple vista. Una mirada más detenida capta carteles en favor de las campañas de la demócrata Kamala Harris y el republicano Donald Trump diseminados por esos jardines inmaculados a partes casi exactamente iguales. Una pareja de peatones confiesa que ha perdido amigos, y ha dejado de hablar de política en público, por sus opiniones electorales. Un propietario sale expresamente de su casa para pedir que su vivienda no aparezca en ninguna fotografía del cartelón que apoya a la candidatura Trump-Vance en el solar de al lado. “No estoy de acuerdo con… eso”, se limita a decir, señalándolo con la cabeza.
Skip Lane lee un libro mientras espera que su hija salga de la escuela. Explica que, de joven, se registró como republicano, pero ahora se describe como independiente y vota demócrata. ”El Partido Republicano de mi juventud ya no existe”, se lamenta. “Estoy siguiendo las elecciones con gran nerviosismo. Kamala Harris tiene mucho trabajo por delante. Es una situación muy seria, no podemos dejar que vuelva Trump”. A pocos metros, William Redall, un jubilado que en 2016 votó a Hillary Clinton pero que ahora apoya al expresidente, explica que respalda a su candidato porque “ya fue presidente y lo hizo bien entonces”. “Tiene mucha experiencia, y es la persona que nos puede ayudar a resolver los problemas de este país”, opina.
Newtown forma parte del condado de Bucks, donde Biden ganó a Trump en 2020 por menos del 4% de los votos. Es algo que lo convierte en uno de los escasos distritos bisagra dentro de Pensilvania, el principal de los siete Estados clave. Y eso lo coloca en el ojo del huracán electoral.
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Pensilvania es, este año, el corazón de la batalla por la Casa Blanca que pelean la vicepresidenta Harris y el expresidente Trump. Es el más complejo, el más poblado y el más extenso de los Estados bisagra (además de Pensilvania, están en la lista Carolina del Norte, Georgia, Míchigan, Wisconsin, Arizona y Nevada) que decidirán el vencedor de los comicios. Y sus 19 votos electorales lo transforman en el mayor premio de los siete. Ganarlo representa grandes opciones de imponerse el 5 de noviembre. Perderlo bloquea buena parte de los caminos para el triunfo.
“Dicen que ‘si ganas Pensilvania, vas a ganar las elecciones”, comentaba el expresidente a sus seguidores en un mitin en Wilkes-Barre, una ciudad industrial en el noreste del Estado, en agosto. Desde 1948, ningún candidato demócrata ha logrado llegar a la Casa Blanca sin vencer en este territorio.
Distancias mínimas en las encuestas
Las encuestas indican que las distancias son mínimas (Harris contaba con 0,7 puntos de ventaja en el agregador de encuestas FiveThirtyEight este pasado viernes), similar a cuando en 2016 Trump se impuso a Hillary Clinton por 44.200 votos (0,72 puntos), o en 2020, cuando Joe Biden derrotó al expresidente por apenas 82.000 papeletas, un 1,17% del total. Con estas cifras, cada voto cuenta; cada bloque de votantes va a ser imprescindible. Convencer a alguno de los escasos indecisos ―un 3%, según una encuesta de Franklin y Marshall el mes pasado― es un paso determinante para cantar victoria.
Los partidos han puesto toda la carne en el asador para ganar este Estado. Los candidatos lo visitan una y otra vez: no es casualidad que el único debate entre ellos se haya celebrado en Filadelfia, la gran ciudad del Estado. Harris pasó cuatro días preparándolo en Pittsburgh, la segunda población de Pensilvania. Este viernes regresó para ofrecer un mitin en Wilkes-Barre. Por su parte, Trump participaba la semana pasada en un encuentro con votantes en Harrisburg. Fue en Pensilvania, en el conservador condado de Butler, donde el candidato republicano fue tiroteado el pasado julio.
Los demócratas presumen de haber abierto 50 oficinas por todo el territorio. Los republicanos alardean de que están llegando a lugares considerados hasta ahora feudos de sus rivales. Ambos han invertido más dinero en anuncios televisivos aquí que en ningún otro Estado del país: en agosto, los de Harris dedicaron 56 millones de dólares [unos 50,5 millones de euros]; los de Trump, 52, según los datos de la firma AdImpact. Este otoño han reservado otros 84 y 74 millones, respectivamente.
Además de ser un Estado clave, Pensilvania es un microcosmos del país, y de la campaña presidencial de este año. Es un territorio en transición y lleno de contrastes, donde conviven unas raíces rurales muy conservadoras con el progresismo de sus grandes ciudades, Filadelfia y Pittsburgh. Donde el este se alinea con las grandes urbes de la costa, y su oeste tiene más en común con Ohio y el llamado cinturón del óxido posindustrial y agrícola. Donde los residentes tradicionales, mayoritariamente blancos y de más edad que la media del país, han visto multiplicarse desde 2010 la población latina, sobre todo puertorriqueña y dominicana. Esta comunidad ya suma casi un millón de personas, y más de 600.000 votantes, en un Estado de 13 millones, y aporta la mayoría de habitantes en ciudades del cinturón industrial como Allentown o Reading.
Con una economía que despegó gracias al acero y la minería —aquí los sindicatos aún son una fuerza a tener en cuenta—, Pensilvania trata de reinventarse en la era posindustrial como un centro logístico, sanitario y tecnológico, un núcleo de extracción de gas de esquisto y de oferta cultural. Aunque las colas en los bancos de alimentos en ciudades como Erie, en el noroeste, o los adictos al fentanilo que pululan por la barriada de Kensington, en Filadelfia, dejan claro que aún hay mucho camino por recorrer.
Algo une a todos los votantes: la preocupación por la economía y una inflación que ha dejado los precios muy por encima de los de hace tres años. Un 82% declara que esos asuntos son su gran prioridad, según un sondeo de YouGov.
El nodo manufacturero de Reading es un pequeño San Juan cuajado de iglesias donde los restaurantes presumen de su lechón asado. En su centro, casi todos los comercios lucen rótulos en español. Por las ventanas se derrama música de regaetón. Sarita, una pequeña comerciante, ha sacado a la calle una mesa con camisetas puertorriqueñas. Saluda efusivamente, y sonríe mientras cuenta en español a quién votará: “A ella, a la mujer, no sé cómo pronunciar su nombre. El otro no me gusta”. El gesto le cambia cuando habla de su situación económica. Cuenta que no consigue llegar a fin de mes, que la inflación se ha comido sus ingresos. “Mi cheque por discapacidad ya no me alcanza. Ahora tengo que depender todos los meses de que me ayude mi hija, pero ella ya tiene su propia familia y sus propias necesidades”, explica, mientras se le humedecen los ojos.
La importancia de Pensilvania ha hecho que dos asuntos fundamentales para la economía local, pero sin resonancia en el resto del país, entren en campaña. Uno, la venta por casi 15.000 millones de dólares de la acerera US Steel a la japonesa Nippon Steel. Biden y Harris han declarado su resistencia a dejar el gigante en manos extranjeras, en un gesto hacia los sindicatos, pero el posible veto a la operación parece retrasarse, entre advertencias de los demócratas locales de que cancelar el pacto pondría costar puestos de trabajo. El segundo, la extracción de gas de esquisto, que la vicepresidenta ahora apoya después de decir en la campaña de 2019 que la prohibiría.
Otros votantes mencionan entre sus prioridades la defensa de los derechos individuales, muy especialmente el del aborto, y de la democracia. O la inmigración: los republicanos, para exigir dureza en la frontera. “Para mí es casi el único tema”, sostiene Rebecca Seussman, partidaria de Trump, en Newtown. Los demócratas, para reclamar una reforma migratoria que combine la seguridad en la frontera con la solución de los casos de quienes ya se encuentran dentro y la colaboración para resolver las causas de fondo. “Ese es un asunto que me preocupa. Voy a estudiar muy bien qué dice cada candidato y decidiré mi voto después de ver cuál puede ser mejor para mi comunidad”, explica el pastor y terapeuta de familia Luis Zamot, residente en las afueras de Filadelfia y parte del reducido bloque de votantes indecisos por el que las dos campañas se pelean a muerte.
Pittsburgh es la Bilbao de Pensilvania. El lugar de nacimiento de Andy Wharhol comparte con la ciudad vasca una grandeza económica basada en el acero y el carbón, y una transformación en los últimos años en centro tecnológico y foco cultural de vanguardia. Aquí, una importante comunidad judía convierte la guerra en Gaza en uno de los grandes temas de la campaña.
En un parque junto al río Allegheny que atraviesa la ciudad, la educadora Heather Mallak, casada con un ciudadano israelí y voluntaria demócrata, apunta que “el conflicto hace que muchos jóvenes, que no tienen duda de que se trata de un genocidio, piensen abstenerse. Conozco a muchos simpatizantes demócratas que no quieren ir a votar, pero si no votan es básicamente una papeleta a favor de los republicanos. Espero que cambien de opinión a medida que avance la campaña, pero también espero y rezo por que nuestros políticos puedan poner fin a la destrucción masiva en Gaza y contra los palestinos”.
La estrategia de campaña, para los dos partidos, es similar. Movilizar el voto en las áreas donde son más fuertes ―las zonas urbanas, en el caso demócrata; las rurales, en el republicano― para ganar allí por una gran diferencia. Pero también estar presentes en los bastiones rivales, para tratar de arañar votos y perder allí por menos, de tal modo que el balance total final les sea positivo. Los demócratas ven posibilidades de crecimiento en áreas rurales que se urbanizan, como Lancaster, en el sur; los republicanos, entre la comunidad latina y votantes de clase trabajadora.
“La vicepresidenta entiende que para ganar votos hay que estar en todos lados, especialmente en comunidades que habían sido dejadas de lado y olvidadas”, comentaba el gobernador del Estado, Josh Shapiro, en declaraciones en los márgenes del debate presidencial del martes en Filadelfia.
En Pittsburgh, Sam Hens-Greco, presidente del comité demócrata en el condado de Allegheny ―una zona de gran mayoría de votantes de Harris― explica: “Estamos recordando a todos los que se apuntaron para votar por correo que lo hagan, mandándoles postales y mensajes de texto. Y, por supuesto, vamos puerta por puerta”. El cambio este verano de Biden por Harris al frente de la candidatura electoral, considera, ha dado un gran estímulo a su campaña: “Creo que vamos a producir el número [de votantes] que necesitamos”.
JIm Billman, su homólogo republicano en el condado de Berks, donde se encuentra Reading, era un hombre muy ocupado este pasado domingo. La campaña de Trump abrió este verano una oficina en la ciudad con el objetivo específico de apelar a los votantes latinos. Tradicionalmente este bloque ha apoyado en mayor número a los demócratas en las elecciones, pero los republicanos han ido captando apoyos en los últimos años; pueden ser estos votantes los que inclinen la balanza en Pensilvania por un partido u otro. Esa jornada, la ciudad celebraba el Día de Puerto Rico, un evento que ha llenado el centro de banderas boricuas, reggaeton y puestos de empanadas, y los republicanos han colocado ―como los demócratas en el otro extremo de la calle― un tenderete para registrar votantes. Un tenderete con carteles en español, los colores de las banderas estadounidenses y puertorriqueñas y atendido principalmente por voluntarios blancos anglosajones.
“Por lo que me cuentan, estamos registrando a muchos más votantes que los demócratas. Vamos a convertir a Pensilvania en republicana”, asegura Billman.
En Allentown, otra ciudad de mayoría latina a apenas 40 minutos de Reading, el segundo caballero, Doug Hoffman, el marido de Kamala Harris, encabezaba la semana pasada un mitin dedicado especialmente a la comunidad latina, un indicio de hasta qué punto este bloque es relevante en estas elecciones. El alcalde de este centro logístico, Matt Tuerk, de origen cubano, reconocía que los republicanos han logrado avances entre la comunidad, pero les restaba importancia.
“Aunque algunos, sobre todo varones jóvenes, puedan sentirse atraídos por esta tontería del hombre fuerte, de la dictadura, cuando hablamos con las abuelas, ellas se aseguran de que recordemos los dictadores del pasado y hagamos lo correcto” a la hora de votar, explica Tuerk. El partido demócrata, apunta, lleva años invirtiendo en el voto latino: “No se trata solo de hablar su lenguaje. Se trata de que se sienta escuchado, que sepa que le entendemos”.
En un indicio de lo complicado que puede ser llegar hacia esos votantes en los márgenes, en Reading unas jóvenes de una organización de movilización del voto se acercan a Salvador, un joven de 24 años que aguarda a sus amigos para participar en el festival. “Ya me he registrado para votar, no se preocupen”, se adelanta él, antes de que tengan tiempo de decirle nada. Mientras se marchan, se ríe. “Mentira. No pienso votar. Esté quien esté en la Casa Blanca me va a parecer igual de mentiroso”.
“Las cosas están muy ajustadas. Hay menos de un punto porcentual de diferencia. Estamos llegando a la recta final y esos últimos metros que faltan son realmente complicados”, reconocía Shapiro en Filadelfia.
En Newtown nadie se atreve a predecir un ganador. Lane, el exrepublicano ahora demócrata, solo comenta: “Espero que toda la parafernalia republicana que se ve en las calles no se traduzca en el resultado final”. Redall, el antiguo votante demócrata convertido en republicano, reconoce que “todo está tan polarizado que es difícil leer la situación”. Unas docenas de kilómetros más allá, en Filadelfia, el pastor Zamot sigue dando vueltas a su voto: “Decidiré en el último momento”. Como, probablemente, la propia Pensilvania.