Robustos controles fronterizos y montañas pedregosas: el viaje de miles de jóvenes ucranios que desertan | Internacional
Ni remordimientos ni pena. Un grupo de jóvenes ucranios se siente extremadamente radiante tras haber arriesgado sus vidas para huir de la guerra que devasta su país, ya fuera del alcance de las autoridades ucranias, en territorio de Rumania. Sus rostros de felicidad emanan alivio. Primero, porque han conseguido escapar de un posible alistamiento —la edad mínima de reclutamiento de soldados se redujo de 27 a 25 años esta primavera—; segundo, porque han esquivado el control policial fronterizo ucranio, que se ha robustecido, y, por último, han superado las severas pruebas físicas que suponen cruzar la región montañosa de Maramureș y el río Tisza, limítrofes con Rumania.
“Asumimos conscientemente el riesgo de morir que implica huir tal como nos alertan las autoridades, pero no es tan grande como lo pintan, solo lo hacen para intimidar”, afirma Evgeni, un joven de 20 años que prefiere ocultar su apellido. En todo momento, se muestra eufórico tras alcanzar en su segundo intento el propósito de atravesar la frontera cerca del paso de Sighetu Marmației, en el norte de Rumania. Un mes antes, se había aventurado por la montaña, pero una indisposición estomacal le impidió seguir. “Sin alimento, no pude con la carga que soportaba y me entregué a los guardias ucranios, que se alegraron de no tener que atrapar a nadie”. Lo dejaron marchar solo con una multa. Si hubiera tenido cinco años más, lo habrían enviado a la guerra.
La travesía a pie de Evgeni se alargó nueve días desde Oleksandriia, una ciudad situada en el centro de Ucrania, hasta el punto fronterizo rumano. Sabe que Sighetu Marmației es uno de los pasos preferidos porque cuenta con una oficina de emigración que emite rápidamente el estatuto de protección subsidiaria que, al igual que los demás refugiados ucranios acogidos en la Unión Europea, incluye el permiso de residencia y trabajo. El recorrido lo hizo junto a sus amigos de la infancia, Daniel y Danilo. Ambos expresan abiertamente su entusiasmo por abandonar su país, al tiempo que no dejan de hablar con sus padres por teléfono. “Ellos entienden que merecía la pena jugarse la vida, pese a que los manteníamos en vilo durante días sin saber si estaríamos a salvo”, matiza Daniel. En los próximos días, tienen planeado irse de Rumania. Egveni, que ha dejado a sus padres en Ucrania, se reunirá con su hermano y sus tíos en Polonia, mientras que Daniel y Danilo viajarán a Estonia y Bélgica, donde también cuentan con familiares.
Ante la escasez de armamento y de hombres, y en un momento en el que Rusia está tomando la iniciativa y multiplicando los asaltos en el frente —pese a la incursión ucrania en la región rusa de Kursk—, Kiev adoptó este año medidas para facilitar el reclutamiento y sancionar a los refractarios. Escuadrones de alistamiento rondan en ocasiones algunas calles a la caza de aquellos que no quieren inscribirse en un registro electrónico, lo que ha incitado a miles de ucranios a partir a países vecinos. Según datos recopilados por The Wall Street Journal, más de 44.000 hombres han huido desde el comienzo del conflicto bélico a Rumania, Moldavia y Eslovaquia. Esa cifra no incluye a Polonia ni a Hungría, ni a los que salieron del país con papeles conseguidos mediante sobornos. Mientras que se busca acceder a los dos primeros países por las montañas, en las fronteras con el resto predominan los intentos con documentos falsos.
En Rumania se ha duplicado el número de llegadas irregulares desde enero de 2024, en comparación con los años anteriores, según la policía de frontera rumana. Desde enero, más de 7.000 ucranios han entrado clandestinamente frente a los 3.800 de 2023 y a los 4.500 de 2022, mientras que se desconoce la cifra real de capturados por la policía ucrania, aunque se estima en al menos un centenar. En total, se contabilizan más de 15.000 huidos solo a ese país vecino. Entre ellos se registraron 25 muertes por hipotermia, 15 en el río Tisza y otras 10 en las pedregosas montañas. Además de jugarse la vida, los desertores se enfrentan a condenas de prisión si los guardias ucranios los atrapan en su tentativa. La salida ilegal del país de hombres de 18 a 60 años se traduce en penas de hasta 12 años de cárcel en virtud de la ley marcial.
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Cruzar el río en chanclas
Los tres amigos anduvieron por la noche en frondosos bosques con los móviles apagados para que no detectaran ninguna señal. “Nos escondimos de los guardias forestales, cruzamos prominentes crestas y ríos y dormimos en sacos de dormir en zonas rocosas, y desechamos la mayor parte del equipamiento que llevábamos por falta de uso o porque era pesado”, cuenta Evgeni, mientras enseña un filtro que sirve para potabilizar el agua que extraían de los arroyos, una toalla de 30 gramos y unos sobres de pasta de crema de champiñones y sopa con carne de cordero. Atravesaron en media hora el río en chanclas y con el agua a la altura de la cintura. “Nos fuimos directamente a la policía de frontera y les contamos cómo habíamos llegado”, narra. Al día siguiente, la Inspección General de Inmigración, que ha abierto una oficina en el mismo punto de frontera, les concedió el estatuto de protección temporal. Evgeni justifica su huida porque las condiciones de vida en Ucrania se han deteriorado mucho y cree que la situación va a empeorar los dos próximos años. El joven, que tuvo que ahuyentar a linces y corzos durante la travesía, remarca que “las propias autoridades están preparando a la población para lo peor”.
En Sighetu Marmației, los jóvenes conocieron a Nazer, otro ucranio de 24 años que también entró irregularmente en Rumania tras haberlo planificado desde principios de verano. Con una sonrisa abierta de par en par exhibe su júbilo por haber huido. “Cuando empecé a trabajar, se me acercaron varios militares que reclutaban haciéndome preguntas; intuía que me estaban esperando para llevarme a la guerra”, relata este joven de Lviv, que se decantó por ir a Rumania en vez de Polonia porque el Gobierno polaco ha manifestado, junto al lituano, su disposición a ayudar a Kiev para que los hombres en edad de luchar vuelvan a su país.
“Corrí con un amigo entre los arbustos, que eran difíciles de esquivar porque eran espesos; después crucé el río, el agua me llegaba hasta el pecho y, tras un recorrido que parecía que no se terminaba, llegué al otro lado de la frontera”, revela Nazer. El pesimismo se adueña de sus pensamientos en estos momentos: “Muchos ucranios morirán hasta que Estados Unidos no nos dé el permiso a usar sus armas en Rusia en objetivos como aeropuertos o almacenes con armamento; los soldados no son eternos”, esgrime el huido. Al igual que Evgeni, Nazer tomará pronto un tren repleto de conciudadanos escépticos de contar sus historias rumbo a Occidente, con la esperanza de poder construir una “vida feliz”, lo que su país no puede ofrecer ahora, enfatiza.
Los policías fronterizos rumanos, que reciben el apoyo de decenas de guardias de la agencia europea de fronteras Frontex, vigilan atentamente unos 430 kilómetros de frontera con Ucrania. También participan los servicios de bomberos y rescate, así como la Inspección General de Aviación, que proporciona un helicóptero. Hasta ahora, han intervenido en 150 ocasiones y han salvado la vida a 100 ucranios.
“Tenemos cámaras ocultas entre los árboles y vehículos equipados con tecnologías de termovisión que detectan el calor humano, así como drones, para detectarlos”, explica Iulia Stan, jefa territorial de la policía de frontera de Sighetu Marmației, que controla 360 kilómetros fronterizos con Ucrania. Admite que se vieron obligados a poner un control médico por el rechazo de los ucranios a ser atendidos en un hospital: “Llegan con altos niveles de adrenalina que les hace afirmar que no necesitan asistencia para evitar ser reconocidos, pero suelen presentar profundos cortes e incluso fracturas, además de fatiga e hipotermia, así que llamamos a una ambulancia”.
“Muchos declaran que preferirían morir en las montañas que en los combates”, apunta Dan Benga, jefe del Servicio de Rescate de la región de Maramureș, quien precisa que “son hombres que desconocen los problemas con los que se van a confrontar en su huida”. A lo largo de los 120 kilómetros de zona montañosa que comparten ambos países, los desertores se encuentran con cimas de hasta 2.000 metros de altitud, cataratas, cascadas y barrancos de hasta 200 metros. “De media, nos lleva entre 14 y 16 horas salvar a una persona”, añade Benga, quien recuerda un rescate de seis personas en la víspera de la Navidad de hace dos años que duró 132 horas. “Hemos colocado señales para que eviten las zonas de peligro, pero aun así algunos desoyen las advertencias; creen que a lo mejor no los van a pillar si siguen otras rutas”, puntualiza. “Casi todos llegan extenuados, deshidratados, con hambre y frío”, asevera el rescatista que vaticina un aumento de llamadas de socorro con la llegada de las lluvias y la niebla.
“Ucrania ha intensificado sus misiones de control, mientras que nosotros hemos fortalecido nuestros puestos”, recalca Adi Opa, jefe de la policía fronteriza de Sighetu Marmației, mientras supervisa el área desde un puente de madera que une a ambos países. “Algunas veces nos avisan de que una persona está cruzando el río; en ese momento acudimos de manera inmediata para ayudarlo”, indica. Cada día se acerca un ciudadano ucranio a los cubículos de información ubicados a cinco metros del control de pasaportes para orientar su nueva andadura. “Viene sobre todo gente de zonas de guerra como Járkov para pedirnos información, pero les contamos que resulta complicado proporcionarles un alojamiento”, señala Stefana Dunca, representante del Consejo Nacional para los Refugiados, desde la oficina que mantiene el organismo en el punto de frontera.
Mientras, en el paso fronterizo, se observa a ucranios dentro de la franja de edad que tiene prohibida la salida de su país atravesando legalmente la frontera. Ese es el caso de Roman, que se ha desplazado con la familia a Slatina desde Ternópil para pasar unos días y que aprovecha para visitar también el lado rumano. Cuando se le pregunta por qué lo dejan cruzar, el ucranio de 38 años enseña su mano izquierda sin cuatro dedos, un problema de nacimiento, asegura, que le hace escapar del reclutamiento. Reconoce que vive con miedo en su ciudad, donde unos drones destruyeron hace unos días un depósito de petróleo. “No me marcho porque tengo a toda mi familia allí, pero una veintena de amigos ya lo han hecho”.
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