Un día de playa para el cubano «de a pie»
SANTA CLARA, Cuba. – Cerca de las 4:30 de la madrugada, un grupo de gente se hacina frente al parque de la Audiencia de Santa Clara a la espera del transporte que lo trasladará a la playa. En la oscuridad se advierte el tumulto cargado de bártulos bastante inverosímiles: un canapé con su colchón, ventiladores recargables, dos sillas, una extensión eléctrica que mide más de tres metros.
A la hora convenida aparece el chofer con una ayudante que va cobrando a los presentes el monto de 1.500 pesos por pasajero y les explica que por un poco más de dinero (unos 600 adicionales) pueden recibir durante el viaje una lata de refresco y un bocadito de jamón y queso bien cargado, pero la mayoría parece declinar la propuesta.
En Revolico y WhatsApp abundan las ofertas privadas para excursiones de este tipo que, aunque no son económicas, al menos garantizan un día de playa a las familias que no pueden permitirse vacacionar en hoteles o reservar en las piscinas de casas particulares. El gestor de este viaje presume de haber trasladado miles de personas por varias rutas en los meses de julio y agosto: “Yo me gano mi dinero, pero si no fuera por estos carros arrendados, la gente no saldría ni al patio de su casa”, se jacta el hombre que recibe el mayor porcentaje en el negocio.
Apenas amanece y la guagua arriba sin tropiezos a las costas de Corralillo, al norte de Villa Clara y a más 70 kilómetros del exclusivo balneario de Varadero. Medio adormiladas y sin mucha expectación, descienden del carro más de 30 personas: algunos niños menores de cinco años, varios hombres que le han dado baja a un litro de ron durante el trayecto y una señora bastante mayor cuya función será la de cuidar las pertenencias de sus familiares mientras los demás disfrutan.
Varias comunidades de bañistas han ocupado previamente las pocas sombrillas techadas de guano a la orilla del litoral. Los advenedizos, que están preparados para ese tipo de contingencia, estiran sábanas bajo las uvas caletas, usan trozos de nailon como techo y otros colectan troncos y ramales para armar sus casetas improvisadas. Entre todos se socorren en la preparación de los respectivos albergues antes que arrecie el sol insoportable del verano. Visto de lejos, el borde de la playa El Salto se asemeja a un “llega y pon” con apariencia de carnaval en el que no faltan los baños públicos ni las vendutas de todo tipo.
La arena de esa porción de costa está repleta de sargazos, desperdicios, latas vacías. El agua no luce muy cristalina. Allí, en el llamado Punto Náutico, concurren casi todos los viajeros de poblados aledaños con los que se han atrevido a hospedarse en el campismo popular colindante en medio de apagones, mosquitos y escasez.
“En vacaciones no se vacía esto aquí”, confirma Gilberto Cairo, un vendedor de helado frozen en el lugar. “La gente no se va para Ganuza porque allá no hay nada de comer, aunque la playa esté mejor. Aquí es donde está el ambiente, ¿entiendes?”. Cairo también señala que, para muchos cuentapropistas de Corralillo y Santo Domingo el verano resulta la oportunidad para obtener algunas ganancias extra: “La vida económica en estos pueblos está muerta, la playa es lo que nos salva para hacer algún dinerito”.
Por toda la carretera existen más de 10 puestos particulares de venta de minutas, pizzas, cajas de comida y mucha cerveza y refresco frío. En la única cafetería estatal se divisa una cartilla con boniato hervido, yuca con mojo y fricasé de cerdo a 370 pesos, aunque no parece haber nadie solicitando el referido almuerzo, lo que hace suponer de su dudosa calidad y cantidad. La oferta en la playa se rige únicamente por precios de particulares: un pomo de agua potable se vende a 200 pesos y no hay otra opción que no sea esta para saciar la sed.
Una campista se queja en efecto de que ha gastado “lo indecible” en menos de tres días hospedada en Ganuza. “En la Base de Campismo no hay casi nada de comer y lo poco que venden tampoco es barato, como los refrescos o las galletas para los muchachos”, lamenta la mujer que se presenta como Niury Mendoza. “Y ni hablar de que hay que cargar el agua para bañarse y que los mosquitos te levantan en peso cuando se va la corriente. La verdad es que vinimos a pasar trabajo. Esto es lo que nos toca a los cubanos de a pie”.
A diferencia del caso de Isabela de Sagua y Caibarién, también en Villa Clara, cerca de El Salto y Ganuza no existe ninguna comunidad o poblado cercano. Del grupo de cabañas al borde de la playa los huéspedes deben caminar un kilómetro hasta el punto de venta más cercano para almorzar o adquirir alguna bebida.
Hasta la década del 80 estas playas estuvieron divididas por un canalizo y ocupadas por más de un centenar de viviendas de recreo construidas por pescadores y por familias de Santa Clara que perecieron casi en su totalidad tras el paso del huracán Kate en noviembre de 1985. Aunque algunas habían conservado sus cimientos y fachada, se les prohibió a sus propietarios volver a reconstruirlas o habitar el lugar bajo las justificaciones de “peligrosidad” debido a la cercanía del mar y por tratarse, decían, de una “zona de descanso de pequeñoburgueses”.
De aquel entonces hacia acá, a El Salto y Ganuza solo se accede mediante transportes propios o alquilados y, por tanto, no existen sitios aledaños para pernoctar o para resguardarse de la lluvia en caso de una tempestad repentina. “Aquí al menos hay sus cosas para comer, aunque estén caras”, dice William Rodríguez, que se trasladó desde Los Arabos con su familia. “El año pasado pagamos muchísimo por un día en Varadero, para recordar lo que era, y pasamos tremenda hambre. Todo ahí es hoteles y hoteles”.
Pasado el mediodía, la turba de bañistas se retira del agua para almorzar. La anciana de Santa Clara que cuidaba pertenencias advierte a sus familiares que el arroz no huele bien. Resignados, se disponen a comprar cinco pizzas cuyo costo total asciende a casi 1.000 pesos. Debajo de los pocos techos de los establecimientos estatales la gente trata de descansar tendida a la sombra del suelo y algunos esperan por el transporte que los lleve de vuelta.
A las 4:00 de la tarde ha terminado la excursión pagada. Para algunos de los viajeros que regresan carilargos a la guagua ha sido un día tortuoso, de gastos sobredimensionados que no vaticinaban y que tampoco podían permitirse. Más que un paseo placentero, un día en la playa para los cubanos que viajan de lejos supone una tamaña inversión y la única oportunidad recreativa que tuvieron en todo el verano.