Valores, vergüenzas y pestes | internacional
No hay nada nuevo en la idea de crear centros de deportación de migrantes fuera de la UE. Esa propuesta apareció en 2018, en plena crisis de refugiados; entonces no prosperó porque se impuso el llamamiento a los valores europeos (y aquello sí era una crisis: ahora mismo, en cambio, las entradas de migrantes irregulares caen en lo que va de año). Esos campos de deportación, una especie de agujeros del olvido, eran una vergüenza de idea hace un lustro, y hace un siglo, y siguen siendo la misma vergüenza hoy. Desde 2018 hasta que los ha activado la neofascista Meloni y la jefa de la Comisión, la alemana Ursula von der Leyen, los ha propuesto a los Veintisiete solo ha cambiado una cosa: el clima político. El oportunismo hace que los líderes europeos ya no los consideren una vergüenza y defienden que hay que tolerarlos en nombre de la retórica de la excepcionalidad y de la urgencia. A pesar de que no hay urgencia ni excepcionalidad: los datos de Frontex dicen que las entradas de migrantes irregulares, insisto, van ligeramente a la baja en la UE.
Las cifras, al fin, cuentan una historia, pero el relato político más poderoso va por otro lado: por el régimen del terror semántico que impone el politiqueo ultra. La extrema derecha ha ganado en un tierra alemán. Ha alcanzado el Gobierno en Países Bajos. Ha sacado un resultado notable en Francia. Ha triunfado en Austria. Todo el centroderecha, empezando por el PP de Feijóo, ha soportado su discurso a medida que crecían los miedos de la ciudadanía. Y todo el centroizquierda, con la única salvación del español (que también tiene sus ruindades, alrededor de las vallas de Ceuta y Melilla), se ha apuntado a ese carro.
Usar a los migrantes como arma política ha sido históricamente un éxito para quienes blanden esa arma; con la ola populista los europeos vamos perdiendo la vergüenza en nombre de ese sintagma tan difuso, el “clima político”. “Recuerda siempre que todos descendemos de migrantes y revolucionarios”, dijo Roosevelt. Europa no parece acordarse de su pasado migrante, y mucho menos del revolucionario: su economía necesita más migrantes de los que su política —metida en una contrarrevolución— está dispuesta a tolerar. Este asunto confronta a los europeos con una contradicción central en su filosofía: los famosos, los sacrosantos valores europeos ¿Dónde narices están esos valores en la fotografía que abre hoy EL PAÍS, con esas flamantes banderas —que hablan una lengua muda— ondeando al viento? ?
Europa no tiene, ni de lejos, una crisis migratoria, pero los vientos políticos están cambiando y se impone ese discurso áspero pese a invierno demográfico: pese a que Europa necesita a esos migrantes como el comer. Alemania y Francia, con gobiernos de izquierdas y de derechas, han ensombrecido su discurso. Y los nórdicos, los del Este, los centroeuropeos. Y Grecia e Italia, en el Sur. Bruselas abraza el modelo Meloni y ya hasta se ofrece a pagar la construcción de muros.
El debate migratorio se transforma como el Gregor Samsa de Kafka: de discutir sobre derechos y razones económicas hemos pasado a un debate estricto de seguridad, plagado de cucarachas. Las fronteras abiertas ya no son un símbolo de libertad, sino de inseguridad. Europa no ha dejado de bailar con la crisis desde Lehman Brothers, pero el asunto migratorio es probablemente la crisis más fea. Por aquello de los valores. Por aquello de la vergüenza. Valores, vergüenzas y pestes, decía aquel migrante argelino que acabó ganando un Nobel de Literatura: de exportar democracia al mundo hemos pasado a este cóctel tóxico de esencialismos. Qué maravilla.