jueves, marzo 6, 2025
Cuba

La criminalidad en Cuba: mitos y realidades


PUERTO PADRE, Cuba.- Durante muchísimos años, Cuba ha exportado –sin poseerlo en la magnitud del anuncio– un producto de primerísima necesidad en un mundo civilizado y que es el orgullo nacional de cualquier país capaz de producirlo en cantidad y calidad suficiente: la seguridad pública, entiéndase, la tranquilidad ciudadana.

Y digo que el Estado cubano ha vendido una imagen de tranquilidad ciudadana, sin poseer ese bien en la medida de lo anunciado, atendiendo a la eficacia y dimensión de la seguridad pública ofertada, porque ese servicio no puede prestarlo por sí solo ni siquiera un Estado totalitario, como es Cuba, con el concurso solamente de la policía, la fiscalía y los tribunales, compréndase, el sistema penal, coercitivo, incapaz aisladamente de prevenir el delito al desanimar a la persona delincuente con una pena, aunque sea de privación de libertad perpetua, incluso, de muerte.

La posesión de tranquilidad ciudadana en cualquier país, aunque puede lograrse de forma temporal con represión, está expuesta a reproducir el delito con más vigor, cual mala yerba solo segada y no removida de raíz, pues, más que con cárceles, vigilancia por medios técnicos, patrullaje policial de infantería, motorizado, montado en zonas rurales, marítimo o aéreo, que son medios costosos y que Cuba no posee, la seguridad pública implica la prevención del delito de forma estratégica, a largo plazo, como ya fue concebido de antaño en países de cultura avanzada. Ya en 1902, en Cuba, con el nacimiento de la República, fue institucionalizada la enseñanza de los principios de moral e instrucción cívica, según ya desde antes venían haciendo destacados pedagogos cubanos y extranjeros, y de forma milenaria las familias educando a sus descendientes.

Se sabe: Para prevenir el delito primero es necesario formar una ciudadanía honrada o, dicho de otro modo, una nación de mujeres y hombres con claro discernimiento del bien y del mal; con clara comprensión de que todos los actos entre las personas, y no solo los jurídicos, deben establecerse desde el principio de la buena fe, ese que no procura la ganancia desde la pérdida del otro, sino desde la equidad.

Pero no puede existir una nación de mujeres y hombres con sentido del bien y del mal, con principios de equidad, de moral, si no nacieron en el seno de familias formadas en esos orígenes o fueron educados e instruidos en escuelas donde desde la niñez se morigeró el carácter, limando así asperezas que en progresión pueden degenerar en la llamada persona delincuente, agravada por influencia del medio social o por la conjunción de ambos factores, que inducen a la proclividad de faltas civiles, de descortesía, y en progresión terminan en grupos o sociedades marginales y en delitos, vistos no como transgresiones y sí como hechos cotidianos, lícitos.

Y sabido es que desde hace muchos años y debido a influencias comunistas que dieron preponderancia al Estado sobre el encargo educador familiar, carecemos en Cuba de esas familias hacedoras de templanza, del mismo modo que estamos faltos de esa escuela creadora de cultura cívica. Y no es de extrañar entonces que tengamos una nación vociferante, y una arquitectura carcelaria con la población penal que nunca los cubanos tuvimos.

Traigo estos apuntes, apretados por urgentes, porque recién la vicepresidenta del Tribunal Supremo Maricela Sosa Ravelo, en entrevista concedida a la BBC, negó que en Cuba exista inseguridad pública y que la ciudadanía carezca de confianza en la actuación de la policía. “En Cuba la policía tiene una alta tasa de éxito en la resolución de crímenes”, dijo la magistrada y negó, por supuesto, que la ciudadanía tome la justicia por sus manos.

La seguridad pública de un país se mide del mismo modo que la seguridad de los diques en un campo de arroz: por la parte más débil; es allí por donde la presión del agua hará reventar el dique.

Y, sociológicamente hablando, la inseguridad pública por aumento de la criminalidad reventará allí donde una población está más fracturada desde el punto de vista familiar, educativo, cultural, laboral, socioeconómico por desventajas de políticas públicas que en sí mismas conceptúan delitos de Estado. Y, desde un punto de vista sociopolítico, a través de esas grietas se filtra el descontento y el rechazo a un sistema gubernativo que se entiende cual desleal, lo que según los caracteres personales producen apatía o agresividad y, en suma, faltas menos graves que por acumulación hacen al medio delictuoso y al ser humano delincuente.

Hoy, en Cuba, más que aumento de la criminalidad hay acrecentamiento del animus necandi, esto es, de la intención de matar, de lesionar, y ese ánimo no solo está en la persona típicamente delincuente sino, y lo que es muchísimo más grave, esa acometividad delictuosa está arraigada en amplias capas de la población.

Eso está a la vista, negarlo sería prevaricación en quienes deben tomar medidas estratégicas y no temporales para disminuir el delito y sanear a grupos humanos que ya cubren lo poco que va quedando de la nación cubana, que no solo desconfía de la actuación policial, sino de todas las instituciones del Estado, comenzando por los bancos, donde raro es que las personas depositen su dinero, salvo por imperativos de procedimientos administrativos.

No vendamos una imagen de tranquilidad ciudadana cuando en Cuba, por razones de hechos y de falta de derechos, absolutamente nadie está seguro, porque cuando usted no es agredido por un delincuente, puede ser acometido por el mismo Estado.

A mí, personalmente, esta falta de seguridad ciudadana nadie me la puede negar. Mi familia y yo la hemos sufrido en carne propia, a manos de criminales naturales y de criminales haciéndose pasar por policías, y en nuestro caso, todos, envanecidos cual Seguridad del Estado. Cuba es un país inseguro.



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