jueves, noviembre 21, 2024
Cuba

El Miami cubano de los años 70 era un hervidero cultural y patriótico


PARÍS, Francia. – Conocí a Orlando González Esteva hace mucho tiempo, aunque en realidad nos hemos visto poco. Digo lo conocí y, en realidad, hubiera tenido que decir “creí conocerlo”. Leí en 1998, apenas publicado, el libro Cuerpos en bandeja, en el que Orlando escribió unos exquisitos textos sobre las frutas cubanas a partir de los dibujos del pintor Ramón Alejandro. Me cautivaron las historias, los entresijos y la manera de acercarse a un tema tan tropical y sabroso, como lo hizo entonces: con sobrada erudición y delicadeza.

Pero dije que creía conocerlo porque durante mucho tiempo ―tanto hasta que llegara este momento de entrevistarlo― pensé que aquel Orlando González Esteva de exquisitas y cultísimas referencias estéticas y literarias era otro que nada tenía que ver con el que subía a los escenarios de los teatros de Miami para cantarle al público, solo o acompañado, piezas del repertorio cubano. Por razones inexplicables ―y no porque crea que la música sea un arte menor― creí siempre que aquel Orlando cantante era algún trovador de los tantos que ha dado Cuba, mientras que el Orlando escritor y periodista, el amigo de Octavio Paz y autor de refinadísimos libros, era el que a tres décadas de haberlo conocido iba por fin a entrevistar. La anécdota nos divirtió a los dos, y él me confesó que no he sido el único que disociaba a los dos Orlando. Por supuesto, de esta entrevista salieron muchas cosas que estaba lejos de imaginar. 

―Como es usual para esta serie de entrevistas, nos gustaría que nos contaras sobre tu nacimiento, tus orígenes y la familia más allegada.

―Nací en la Clínica Los Ángeles de Santiago de Cuba (actual Maternidad), el 18 de diciembre de 1952. Creo que mi madre se desplazó desde Palma Soriano, el pueblo donde residía toda la familia, a Santiago porque las instalaciones médicas eran mejores. Pero pocos días después de dar a luz ya estaba de vuelta, esta vez conmigo, en Palma, donde crecí y viví durante 12 años, los únicos que pasé en Cuba.

Éramos una familia de clase media. Mi padre, Orlando González Gómez, empleado del central Palma, era hijo de Cristóbal González, a quien no alcancé a conocer pues murió cinco años antes de que yo naciera, el mismo mes y el mismo día, para sorpresa de todos y felicidad de mi abuela paterna, Marina Gómez, que vio en mí una especie de regalo sobrenatural o compensación destinada a mitigar el desconsuelo en que la había sumido la muerte de mi abuelo. Cada 18 de diciembre, mi familia paterna visitaba el cementerio por la mañana, y por la tarde celebraba mi cumpleaños.

Mi madre, María Teresa Esteva Boronat, era maestra del hogar e hija de un hombre muy querido en aquella zona: Mariano Esteva Lora, un médico sencillo, afable, desinteresado, corajudo, perteneciente a una familia muy comprometida con el futuro de Cuba desde las guerras de independencia contra España pues era sobrino de Saturnino Lora, protagonista en 1895 del llamado Grito de Baire, que daría inicio a la guerra organizada por Martí. 

Mi abuelo, por su parte, conspiró contra Gerardo Machado, cuando este decidió ignorar la Constitución para reelegirse presidente. Fue miembro fundador de la organización política ABC y alcalde de Palma Soriano. En 1952, tras el golpe de Estado dado por Fulgencio Batista, comenzó a conspirar contra este y fue encarcelado varias veces y luego puesto en libertad. Tenía muchos y muy buenos amigos en el pueblo, batistianos y antibatistianos, y cuando no lo excarcelaban por influencia de unos, lo excarcelaban por influencia de otros.

Mariano acabó incorporándose a la lucha armada en la Sierra Maestra, donde llegó a obtener el grado de teniente médico. En enero de 1959, con el triunfo de las guerrillas, regresó a casa abatido: reunió a los adultos de la familia y nos advirtió que a Cuba le esperaban días mucho más difíciles que durante el batistato. No se equivocó, como ya sabemos. Volvió a conspirar, esta vez contra el castrismo; lo encarcelaron y en 1963 fue condenado a 12 años de prisión, aunque el fiscal había pedido 30. Cumplió seis años en la cárcel de Boniato, adonde fui muchas veces acompañando a mi madre, mi abuela y mi tía Mercy. Al concedérsele la libertad condicional, tuvo que cerrar su consulta privada y solo se le permitió ejercer su carrera en un centro médico del pueblo. Aceptó porque quiso seguir siéndole útil a su gente.

Mi abuela materna, Mercedes Boronat Esteva, que era toda delicadeza y valentía, permaneció en Cuba, y con ella, mi tía Mercy y sus otros nietos. Pocos días antes de abandonar la Isla, mi madre y yo volvimos a la cárcel de Boniato ―hoy, 60 años después, podría recorrer un buen tramo de ese trayecto sin titubear―. Mi madre decidió que no le diríamos que nos íbamos del país. La despedida la hubiera hecho trizas. Cuando lo supo, mi abuelo no se lo reprochó, al contrario, celebró la decisión de ponernos a salvo a mi hermano y a mí de la debacle que se avecinaba.

―¿Cómo fue tu infancia en Palma Soriano?

―Hermosa si exceptúo la bronquitis asmática que padecí hasta que abandonamos la Isla. La casa, construida por mi abuelo Mariano, tenía dos plantas: mis abuelos vivían en los bajos y mis padres, mi hermano Cristóbal y yo en la planta alta. No olvido la dirección: Maceo 159.

Maceo 159, en Palma Soriano, en la actualidad
Maceo 159, en Palma Soriano, en la actualidad (Foto: Cortesía)

Había un lugar encantado en las afueras del pueblo: la finca Santa Rosa, una finca pequeña, de cinco caballerías de extensión, propiedad de mi tía abuela Carmen Rosa Oporto, alguien a quien quise mucho. Allí, de niño, pasaba las vacaciones de verano y los fines de semana. Y de allí debe venir mi amor por la naturaleza. Había un riachuelo, árboles frondosos y frutales, palmas reales, reses, caballos, pájaros, perros y dos familias campesinas con cuyos hijos me iba a jugar. De pie, solo en medio de un potrero o viendo correr el agua del arroyo, era el niño más ensimismado y libre de la Tierra.

Hice mis primeros estudios en el Colegio Claretiano de Palma y luego en un colegio público.

Orlando Gonzalez Esteva en la finca Santa Rosa (Foto: Cortesía)

―¿Y tu pasión por la música viene de esa etapa?

―Mis abuelos maternos, Mariano y Mercedes, cantaban no de forma profesional, aunque sí en familia y entre amigos. Mi abuelo había dado serenatas de joven. Ambos tenían buenas voces y mi abuela tocaba el piano. Mi padre, por otra parte, era un gran aficionado a la canción popular: Pedro Vargas, Toña la Negra, Libertad Lamarque, el Trío Los Panchos, los boleros de Matamoros, Sindo Garay, Lara y Rafael Hernández, los tangos popularizados por Gardel… Mi madre entonaba.

Pero de niño también escuché la música que se escapaba de los bares y cafeterías del pueblo, desde aquellos maravillosos traganíqueles que, por una moneda, permitían que el cliente escuchara sus canciones predilectas y las compartiera, a veces sin proponérselo, con parte del barrio. Algunos de esos temas los puedo cantar todavía. Y recuerdo los carnavales: los kioscos, los paseos en coches tirados por caballos, las comparsas e incluso unos sombreritos llamados “pachangas” que estuvieron de moda.  

La música dejó de ser algo exterior, algo que venía de afuera, cuando durante una Navidad, la Iglesia del Rosario, donde algunos niños del pueblo éramos monaguillos, decidió escenificar un nacimiento viviente. Se hicieron audiciones, una joven organista que acompañaba al coro descubrió que yo podía entonar y me escogieron para que cantara un villancico vestido de pastor. Esto debe de haber sucedido hacia 1961 o 1962 y hasta nuestra salida de Cuba, cuando ya buena parte del clero había sido expulsado del país. En Palma, a cargo de la iglesia, permaneció un solo sacerdote, Cayo Simón, un español que valía por varios. Acondicionó un salón contiguo al templo donde puso una mesa de ping pong, juegos de cartas y tableros de ajedrez para que los niños y adolescentes de la parroquia pudieran interactuar y, sobre todo, conservar sus valores y su formación religiosa, porque ya por aquellos días eran corrientes los ataques a toda práctica de este tipo.  

No olvido una tarde, mientras se celebraba una misa, el ruido de unos camiones cargados de hombres que habían pasado el día en el campo, cortando caña, y que se arrojaron contra las ventanas abiertas del templo golpeando los barrotes con los machetes y gritando improperios. El padre Simón terminó de oficiar, corrió a la puerta principal, la abrió de par en par, dio un paso al frente y cruzó los brazos, como desafiando a la turba y garantizando a los feligreses que nadie se atrevería a agredirlos mientras él estuviera allí.

―¿Cómo viviste los seis años y medio de castrismo en la Cuba de entonces?

―Los niños no comprendemos todo lo que sucede a nuestro alrededor, más bien lo sentimos y luego, muchos años después, lo recordamos y enjuiciamos. Cuando nací, ya mi abuelo se oponía al gobierno de Batista, y vivíamos con sobresaltos y seguimos viviendo así después de 1959. Si corría peligro la vida de mi abuelo también la corría la de mi mi padre, solo por ser su yerno. Recuerdo perfectamente, insisto, aquellos viajes a la cárcel de Boniato con mi abuela Cheché (Mercedes), ayudándola a cargar una enorme bolsa de yarey con algunos alimentos, los únicos que nos permitían llevarle a mi abuelo. Eran viajes largos y fatigosos, desde Palma a Santiago y desde Santiago a la prisión. Yo tenía 11 o 12 años.  

Algo curioso: en la cárcel, mi abuelo se interesó en la poesía. Un día pidió que le llevaran un manual de versificación y comenzó a escribir poemas para la familia, los amigos y, por encargo, para algunos compañeros de presidio que querían halagar a sus madres, novias y esposas en días señalados. Esos poemas salían de la prisión minuciosamente doblados y escondidos en las asas de yarey de las jabas o bolsas ya vacías con las que regresábamos a casa después de las visitas. Es posible que ese haya sido mi primer contacto con la poesía y, sobre todo, con la idea del poema como algo misterioso. Aún conservo algunos de aquellos manuscritos ajados.

―¿En qué momento sales de Cuba y en qué condiciones?

―El 7 de julio de 1965. La partida de Palma y luego del país fueron experiencias traumáticas. A veces dudo haberme recuperado totalmente de ellas. Carmen Rosa, la tía abuela a la que ya me he referido, logró viajar a México en 1964 e hizo las gestiones necesarias para que mis padres, mi abuela Marina (su hermana), mi hermano y yo pudiéramos seguirla. 

Recuerdo perfectamente el día en que dejamos el pueblo. La noche anterior había sido de llantos. Vino a recogernos el taxi que nos llevó al aeropuerto de Santiago de Cuba, donde tomamos el avión hasta La Habana. Me escondí en el asiento trasero del vehículo para no tener que despedirme de mi abuela, pero como ella me llamaba sin parar desde el portal tuve que salir de mi escondite y darle un abrazo. La experiencia me afectó al extremo de que, ya adulto, y durante mucho tiempo, cuando salía de viaje, aunque fuera de recreo y a un lugar cercano, prefería no despedirme de mis padres: el temor de no volver a verlos era más fuerte que la ilusión del viaje. Años después comprendí que aquel día no solo me había despedido de mi abuela Mercedes, mi casa natal, mis amigos, mi pueblo y Tommy, mi pequeño Boston Terrier, sino de mí mismo y de mi infancia. 

Orlando González Esteva, niño, al centro. De izquierda a derecha, su tía abuela Carmen Rosa y sus abuelos Mercedes, Mariano y Marina (Foto: Cortesía)

―¿Cómo fueron los primeros años de exilio?

―Carmen Rosa, la tía abuela que nos había ayudado a viajar a México, nos consiguió visas para que cuatro meses después continuáramos el viaje a Miami, donde me convertí en un adolescente triste, inadaptado. Recorrer un barrio solitario, donde no conocía a nadie, para ir de la casa al colegio, donde tampoco conocía a nadie, y del colegio a la casa, fue otra experiencia que no he olvidado. Viví durante muchos años pensando solo en regresar a la Isla.  

Empecé a escribir versos con alguna seriedad hacia 1970, porque ya había escrito otros humorísticos sobre mis coterráneos exiliados, y algunos para llamar la atención de compañeras de estudio. Pero en pleno bachillerato asistí a un curso de Cultura Cubana fundado por Juan J. Remos, el gran educador cubano, a quien no llegué a conocer personalmente. Y ese curso alteró mi relación con la poesía. Comencé a escribir poemas muy distintos a los que había escrito hasta entonces; no buenos, solo distintos. Eran un inventario, aunque apenas lo advirtiera, de todo lo que había amado y perdido, y respondían a un afán ingenuo: el de recuperarlo todo, aunque solo fuera en verso. Algo así como la poesía como “patria portátil”. 

―¿Cuándo retomas tu interés definitivo en la canción?

―En 1965 ya habían llegado al exilio, y seguirían llegando, familias de Palma Soriano amigas nuestras. No era raro que nos reuniéramos los fines de semana para sentirnos menos solos, menos pobres, menos extranjeros y atenuar la nostalgia hablando del pueblo distante, saboreando platos típicos y escuchando canciones tradicionales que habían marcado nuestras vidas. Se sabía que yo “entonaba”, aunque ya no vistiera de pastor, y más tarde o más temprano se me animaba a cantar.  

Mis compañeros de generación y yo acabaríamos, ya adolescentes, dando serenatas en Miami, dándolas a cualquier amiga o joven que nos atrajera, algo impensable en una ciudad donde por entonces apenas se hablaba español. Pero nadie llamaba a la Policía ni se quejaba: al contrario. Los vecinos se asomaban a las ventanas sorprendidos y, a veces, nos invitaban a pasar a sus casas, comer, beber algo y continuar cantando dentro de ellas, aunque fuera de madrugada.

―¿Cuándo empezaste a trabajar?

―Al año siguiente de mi llegada a Miami. Tenía 13 años. Mi primer trabajo fue como repartidor de la publicidad impresa de un pequeño mercado cubano llamado El Relámpago, situado en la avenida 22 y la calle 28 del North West. Allí también etiquetaba productos, colocaba mercancía en los anaqueles y devolvía las botellas de refresco vacías a las cajas de madera, cajas que luego apilaba. Salario: cinco dólares semanales. Me entusiasmé con el sueldo y no tardé en compartir con mis padres una ilusión: comprarme un tocadiscos. Ambos trabajaban hasta 12 horas diarias, vivíamos en la estrechez, pero no se opusieron, al contrario. Me acompañaron a un establecimiento cercano al colegio al que asistía, firmaron los contratos que yo, por razones de edad, no podía firmar. Así pagué el tocadiscos a plazos.

La música se convirtió en mi mayor refugio, en otra patria que no era sino la misma que afloraba en mis versos: Cuba. No había canción que me gustara o gustara a mis mayores que no memorizara. Las imágenes y la información que aparecían en los estuches de los viejos LP, y las letras y la música de las canciones llegaron a serme más familiares que las de las canciones de moda. ¿Por qué? Porque estas no me devolvían adonde yo quería estar.

En 1970, un grupo de amigos palmeros, casi todos de mi edad, me animaron a participar en un concurso de canto que se transmitía por la emisora radial WQBA desde el ya desaparecido Teatro Martí de Miami. Me presenté incitado por ellos y resulté ganador del Primer Premio: un automóvil de uso, algunas chucherías y un contrato para cantar, durante dos semanas, en el Cabaret Montmartre de la ciudad, donde se presentaba, precisamente en aquellos días, Pedro Vargas, ídolo de mi padre. Por aquel escenario del Montmartre habían pasado o pasarían Celia Cruz, Olga Guillot, Miguelito Valdés, Rolando Laserie, Libertad Lamarque, Sara Montiel, Lola Flores y el trío Los Panchos, entre muchos otros. Durante algunas horas, las noches de Miami se parecían a las de Cuba.

Orlando González Esteva y Pedro Vargas, en 1970 (Foto: Cortesía)

―¿Qué estudiaste entonces?

―Literatura, en la Universidad Internacional de la Florida, donde Reynaldo Sánchez, uno de mis profesores, estimó que no me vendría mal pasar una temporada lejos de la ciudad y gestionó una beca para mí en la Universidad de Washington, en Saint Louis, Misuri, donde él había estudiado y donde en 1975 obtuve mi maestría. Debo decir que, gracias a una profesora norteamericana de la FIU, Florence Yudin, y a un profesor, norteamericano también, de la Universidad de Washington, Patrick Dust, descubrí a los miembros de la Generación del 27, y que desde entonces mi aspiración fue convertirme en uno de ellos, solo que medio siglo después… Bromeo, claro está, pero lo hago para destacar hasta qué punto aquel fue un descubrimiento clave en mi vocación. A todos esos autores los leí con fruición y quizás, ¡ojalá!, con algún provecho. 

Cuarenta años después, en 2015, la vida iba a darme una alegría mayor: ser invitado, gracias a la amabilidad de Alicia Gómez Navarro, directora de la Residencia de Estudiantes de Madrid, a participar en el programa “Poeta en Residencia”. Nunca he estado más cerca de la Generación del 27.

De izquierda a derecha, Celia Cruz, Mara, Orlando y Pedro Knight (Foto: Cortesía)

―Pero la música iba a la par de los estudios y el interés por la literatura…

―Sí, claro, a la par de ellos y de otras cosas. En 1973, durante una fiesta a la que asistí acompañado por una guitarra en la que apenas podía colocar nueve o diez acordes, conocí a quien iba a convertirse en mi compañera en la música, mi novia y luego, en 1981, mi esposa: Mara González Rauchmann, una cantante lírica, holguinera, cuya voz y cuya forma de decir las canciones me deslumbraron. Ese día cantamos a dos voces por primera vez y descubrimos que ambas, juntas, acoplaban, y que ambos coincidíamos en la predilección por cierto tipo de repertorio. 

En 1974, antes de irme a Saint Louis, ofrecimos un recital en el cabaret El Bravo, del hotel Versailles, en Miami Beach, donde tan pronto cantamos juntos como separados. Nunca, en ese sentido, fuimos un dúo tradicional sino una pareja, como Eydie Gorme y Steve Lawrence en Estados Unidos y Carmela y Rafael en México. Pero lo más curioso es que Mara y yo habíamos salido de Cuba en el mismo avión, rumbo a México, aquel 7 de julio de 1965, y no lo supimos hasta que un día, meses después del primer encuentro, y evocando aquella experiencia traumática para ambos, descubrimos que habíamos hecho el viaje juntos.  

―Y a tu regreso de Saint Louis continuaron…

―Efectivamente. En Saint Louis escribí y publiqué, dicho sea de paso, mi primer cuaderno de versos, El ángel perplejo, que afortunadamente no incluía mis primeros poemas. Pero al regresar a Miami, antes de reanudar mis presentaciones con Mara, trabajé dos años en el Programa Bilingüe del Miami-Dade Community College donde, entre otras cosas, impartí cursos de poesía.

El Miami cubano de los años 70 era un hervidero cultural y patriótico; la esperanza de que el regreso a la Isla podía ser inminente contagiaba a todos. Había tertulias, exposiciones de pintura, presentaciones de libros, buen teatro, conciertos, temporadas de zarzuelas cubanas y españolas y una intensa vida nocturna que me permitió ver y aplaudir a un sinnúmero de intérpretes y compositores cubanos importantes.

Aunque nunca me atrajo como cantante, no olvido las presentaciones de La Lupe en el Prila’s, un hermoso club situado a pocos pasos del restaurante La Carreta de la Calle Ocho. Ni olvido las presentaciones de Olga Guillot: un huracán de ademanes, gemidos y gruñidos capaces de conmover y encandilar a sus devotos. Olga, de repente, era Cuba.

Mara y yo fuimos contratados para presentarnos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, la isla de San Andrés y Puerto Rico a finales de los años 70 y, quizás, principios de los 80, pero no satisfechos, enviamos una grabación, un currículum y unas fotografías a Norwegian Caribbean Lines, una importante línea de cruceros que inmediatamente nos ofreció un contrato. Nada, que durante cuatro años cantamos para distintas compañías similares con las que recorrimos varias veces el Caribe y fuimos desde Bahía a Nueva York y desde Miami al mar Egeo, donde nos dimos el gusto de visitar Atenas y las principales islas griegas en más de una ocasión.

De izquierda a derecha, Orlando González Esteva, Carolina (su cuñada), Orlando (su padre), Cristóbal (su hermano) y su madre, María Teresa (Foto: Cortesía)

¿Y la literatura?

―No abandonaba la escritura. En 1979 recopilé mis primeros poemas que jamás debí editar, y en 1980 publiqué Mañas de la poesía, un pequeño libro al que debo más de una satisfacción pues debió ser el primero que publicara. Pero mi vida literaria y la vida profesional de Mara y la mía iban a dar un vuelco.

La segunda: tanto tiempo en altamar, de puerto en puerto y lejos de casa, acabó convenciéndonos de que era hora de hacer algo más afín a nuestras aspiraciones que cantar para turistas. Nos ilusionaba la idea de ofrecer recitales donde pudiéramos interpretar todo género de canciones hispanoamericanas, no necesariamente las más conocidas en el plano internacional, e incluir reflexiones sobre sus letras y los compositores, versos, datos curiosos, etc. Nada de cantar por cantar.

Regresamos a Miami y en 1982 nos presentamos en La Danza, una pequeña sala también desaparecida. El público nos animó a repetir la presentación e invitaron a parientes y amigos a escucharnos. Estos, a su vez, trajeron a otros y no tardamos en desear probar suerte en una sala algo más grande, el Teatro de Bellas Artes. La historia se repitió y en 1987 presentamos nuestro primer concierto solos en el Miami Dade County Auditorium, uno de los teatros más importantes de la ciudad, con 2.400 butacas. Allí permanecimos dos décadas ofreciendo tres conciertos anuales.

A esos conciertos, que a veces producíamos con la Sociedad Pro Arte Grateli, comenzamos a invitar a un buen número de artistas cubanos exiliados: desde Israel López (Cachao), Los Guaracheros de Oriente, Xiomara Alfaro y Blanca Rosa Gil, hasta algunos compositores destacados, como René Touzet, Mario Fernández Porta, Juan Bruno Tarraza, la gran pianista Zenaida Manfugás e incluso a un excelente compositor argentino, Mario Clavell.

No faltaron cantantes líricas, entre ellas, algunas de las grandes intérpretes de Lecuona, ya veteranas, y otros cantantes más jóvenes, aunque ya consagrados, como el tenor Armando Pico y Chamaco García, cuya potente voz, musicalidad y versatilidad maravillaban al auditorio. Fuimos al Departamento de Música de la Universidad de Miami a reclutar jóvenes que estudiaban Canto y encontramos voces estupendas. Nos ilusionaba la oportunidad de reunir hasta tres generaciones de cubanos de diversas edades.

―¿Fue Mañas de la poesía el libro que te permitió conocer a Octavio Paz? Háblanos de él.

―Sí. Y ese fue el primer vuelco al que antes me referí. Había leído, deslumbrado, El arco y la lira, y sentía que sus reflexiones en torno al acto creador habían ampliado sustancialmente mi idea de la poesía y mi relación con ella, aunque Mañas… fuera un batiburrillo de frases, expresiones y términos cubanos. Envié un ejemplar del libro a la revista Vuelta, que Paz dirigía, seguro de que lo descartaría al primer vistazo, pero semanas después recibí una reseña suya y luego una invitación a colaborar en la revista. Esa gentileza y su posterior amistad iban a acercarme a México y España y a relacionarme con un grupo de escritores y editores gracias a los cuales he visto mis libros editados y he visitado lugares tan remotos como Japón. Algunos de esos escritores y editores se convertirían en mis mejores amigos; hasta ahora no han dejado de serlos.

En 1985, durante mi primer encuentro con Paz, me preguntó quién había editado Mañas de la poesía. Le confesé que era una edición de autor. Me preguntó si había continuado escribiendo; le contesté que sí. Y me reveló que se disponía a inaugurar una editorial y que le gustaría, no solo reeditar Mañas…, sino mi nuevo libro, El pájaro tras la flecha, un título que escogió él entre varios que le mostré. Vuelta, la editorial, publicaría dos más: Elogio del garabato y Fosa común.

Octavio Paz, Mara y Orlando (Foto: Cortesía)

Debo a Paz que Cabrera Infante se interesara en mis versos, que Severo Sarduy supiera de mí y que me arriesgara a escribir en prosa. Nos vimos en México, Miami y Cayo Hueso. Conversamos por última vez pocas semanas antes de su muerte, y esa vez me dio un consejo que repito porque puede ser de valor para algunos autores más jóvenes que yo: “Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención”.

―¿Entonces, mantuviste separadas la música y la escritura?

―Sí, en lo que a mí tocaba, pero Mara y yo barajábamos con frecuencia canciones y versos de otros autores, desde Quevedo y Martí hasta Borges y Neruda. 

―¿Y la radio?

―En los años 80, Mara y yo la visitábamos para anunciar nuestras presentaciones, y me enamoré de ella. Descubrí que en la radio podíamos hacer, de una manera más íntima, algo muy similar a lo que hacíamos en el escenario. A mediados de esa década, los estudios de Radio Martí, en Washington hasta entonces, se trasladaron a Miami, y se nos propuso producir un programa dominical. Vimos el cielo abierto: hacer para el pueblo cubano residente en la Isla lo que hacíamos para los cubanos del destierro. 

El programa se llamó “Cuba es su Música” e intentamos demostrar, entre otras cosas, cómo todo lo relacionado con Cuba está resumido en sus canciones, que permanecen a salvo de todos los males que ha sufrido y sufre la Isla; a salvo incluso de nosotros, los cubanos. Allí en Radio Martí estuve durante 32 años de lunes a viernes ―al principio, y durante mucho tiempo, con Mara, luego solo, aunque en compañía de los radioyentes, quienes me acompañaban y escribían desde la Isla.

―Pero tengo entendido que también trabajaste en la radio de Miami, en la radio local.

―En 2007 falleció Agustín Tamargo, el notable periodista cubano, de quien era invitado frecuente. Su programa “Mesa revuelta”, que se transmitía por Radio Mambí, era uno de los más escuchados en esta ciudad. Armando Pérez Roura, director de la emisora, me propuso hacerme cargo de él. Le recordé que lo mío no era la política y le sugerí los nombres de dos personas más aptas que yo. Me contestó que él no esperaba que yo hablara de política sino de los temas que siempre había hablado y que si declinaba su invitación escogería a otra persona pero que no sería ninguna de las que yo había mencionado. Acepté.  

―¿Volvieron Mara y tú a viajar?

―Aquel mismo año hicimos una gira auspiciada por el Instituto Cervantes por varias ciudades italianas, además de Viena, Estocolmo y Tolosa. Y La Casa Encendida de Madrid, donde también habíamos ofrecido un recital, me invitó a impartir un taller y una charla sobre algún tema curioso. Escogí la relación del pueblo cubano con su noche ―el “su” es importante― a partir de la literatura y la poesía.

―¿Regresaste a Cuba alguna vez?

―Una vez, por un par de semanas. En 1980, mi abuela Mercedes, aún en Palma Soriano, enfermó de cáncer; mi madre, angustiada, temerosa de que muriera antes de darle y darse la alegría del reencuentro, gestionó un pasaje de urgencia. Ya de vuelta en Miami me preguntó si yo estaría dispuesto a acompañarla en una segunda visita. No lo pensé dos veces. Habían sido 15 años de zozobra temiendo que mis abuelos, ya ancianos, enfermaran y fallecieran sin volver a verlos. Entonces volví. 

Nunca me he reprochado ese viaje: fui feliz viéndolos felices allí, en la casa donde transcurrió mi infancia, donde todo, incluso lo que ya no existía, seguía resultándome familiar. No nos despedimos sin dolor, pero sí, en mi caso, con una suerte de serenidad última: había cerrado un círculo, y aunque se abría otro, me sentía mejor armado para que la despedida no me devastara.

De izquierda a derecha, Orlando, sus abuelos Mercedes y Mariano, y su madre María Teresa, e Palma Soriano, en 1980 (Foto: Cortesía)

―¿Qué fue de la música y la radio?

―De las presentaciones nos jubilamos a principios de la década pasada y de la radio, como profesión, hace dos o tres años. Aunque uno nunca se jubila de algunas de las cosas que ama, pues sigo compareciendo en la radio, como colaborador semanal, más bien como amigo, en el programa que conducen los periodistas Roberto Rodríguez Tejera y Ricardo Brown, de 9:00 a 10:00 a.m., en la emisora Actualidad Radio.  

―¿Y la escritura?

―Artes de México, una editorial muy querida, acaba de publicar El parlanchín extraviado, un libro cuyo protagonista no es otro que el pueblo cubano. Se trata de una sátira risueña, en prosa y en verso, algo cáustica a veces, sobre nuestra locuacidad y nuestras andanzas por el laberinto de la historia. A principios de 2025 debe presentarse La juventud del azar, un libro editado por Pre-Textos, en España. 

Portada de 'El parlanchín extraviado'
Portada de ‘El parlanchín extraviado’ (Imagen: Cortesía)

―¿Qué queda del Miami de hoy con respecto al que viviste cuatro décadas atrás?

―Un fantasma que solo podemos distinguir quienes conocimos aquel. Miami es el cementerio que un día fue parte de la ciudad y que hoy la abarca. Es la ciudad, y abarca también el día que esperaste y todavía esperas. Alrededor de ti se explaya el horror, pero ni siquiera muerto renuncias a estar despierto: estarlo es tu única flor.

Quedan también los recuerdos, los viejos y buenos amigos (cada vez más escasos), algunos sitios donde Cuba, la imposible, aún parece a punto de corporeizarse, el mar, siempre el mar, recomenzando, y queda el barrio: Mara y yo residimos en West Miami desde hace cuatro décadas, una pequeña ciudad vecina del primer Miami, poblada de compatriotas, árboles, domingos silenciosos, cantos de pájaros, ardillas, y en una casa con demasiados libros y papeles donde a veces, aún, se oye decir algo al piano.



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