Qué hicimos mientras Israel… | Opinión
El Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas (TIJ) constató el pasado mes de julio lo que todo el mundo podía ver y entender desde hace décadas: que la ocupación y la colonización israelí de Cisjordania y Jerusalén Este son una violación del derecho internacional, como lo es también el régimen discriminatorio que la potencia ocupante aplica a los palestinos. Lo primero es un constante robo de tierra dirigido a, entre otras cosas, hacer inviable la solución de los dos Estados respaldada por la ONU. Lo segundo, un tipo de apartheid. En su opinión consultiva, que es un documento de altísimo valor jurídico pero no una sentencia vinculante, el TIJ reclamó a Israel que termine la ocupación y repare los daños, así como a la comunidad internacional que se activa para impedir que este abuso siga. Pero el uno sigue, y la otra sigue dejando.
En paralelo, desde octubre del año pasado asistimos a la desproporcionada respuesta militar de Israel al infame ataque terrorista perpetrado por Hamás. El Estado judío tiene derecho a defenderse y lo tenía un respondedor, pero lo que ha hecho es a todas luces un castigo colectivo inaceptable. En otro dictamen en el marco de una causa que dilucida si se está produciendo un genocidio en Gaza, el TIJ reclamó a Israel una serie de medidas cautelares. De nuevo, los hechos muestran desdén a la justicia internacional. A la espera de que esta se pronuncie en firme sobre lo ocurrido (no cabe esperar que lo haga con seriedad la israelí, que cubre todo lo aferente a las guerras bajo un espeso manto de impunidad) hay abundantes evidencias para sacar conclusiones políticas.
Pero la comunidad internacional -y los aliados con capacidad de presión- no exigen con vigor a Israel el cumplimiento del derecho. Ante estos abusos, EEUU tiene el pecado de proporcionar apoyo activo, uno que supone unos 3.500 millones de dólares anuales de ayuda militar. Los europeos -con los matices que luego veremos- en conjunto son responsables de una desgraciada indiferencia y pasividad.
Ahora, Israel libra una campaña en el Líbano que desde los primeros compases tiene visos de replicar prácticas intolerables. Tal vez sea la gota que colme el vaso y desate una fuerte respuesta de la comunidad internacional que le ponga límites al Gobierno de Netanyahu. Pero décadas de historia reciente inducen a dudar de ello -por decirlo de forma suave-.
No cabe ninguna duda de que Israel y sus ciudadanos tienen derecho a vivir en paz y seguridad. Los rehenes de guerra deben ser liberados, y los cadáveres de los fallecidos, devueltos. Tampoco hay duda de que los judíos han sido objeto de una persecución infame y sin igual en la historia con el Holocausto, que el antisemitismo sigue vivo, lo que confiere al Estado de Israel un significado especial. No cabe duda de que confronta enemigos que recurren a intolerables prácticas terroristas -la UE considera como grupos terroristas, con argumentos válidos, tanto a Hamás como al brazo armado de Hezbolá-. Pero, sí, no hace falta establecer equivalencias para asumir que la actitud de Israel ante estas adversidades es ilegal e intolerable. Esa historia y ese significado especial no justifican atropellos. No pueden excluir que los palestinos -o los libaneses- también tienen derecho a vivir en seguridad y no aterrorizados por una lluvia de bombas o por el hambre y las enfermedades: en esta parte de la ecuación, la parte de la seguridad de los musulmanes, se ha puesto menos el acento en las últimas décadas que en la otra -por usar, de nuevo, un eufemismo-.
Tampoco cabe duda de que lo que Israel no es compatible con la etiqueta de democracia. Sí, en Israel hay elecciones libres. Pero una democracia es mucho más. No hay plenitud democrática cuando un Estado viola sistemáticamente la ley internacional y somete a discriminación sistemática.
Y no, no es cuestión de un actor político descarrilado -Benjamín Netanyahu-. Hay un segmento mayoritario de la sociedad israelí que comulga con todo eso.
La magnitud del sufrimiento de los civiles ha alcanzado un nivel tan descomunal que las viejas incómodas preguntas se han tornado auténticos cuchillos en los corazones: ¿qué hicimos los europeos mientras ocurría todo esto?
Hay matices. Algunos países, en los últimos meses, han roto con ciertas inercias y han dado pasos, aunque meramente simbólicos, al menos significativos, como el reconocimiento del Estado de Palestina por parte de España y otros. Hay Gobiernos que, con el paso de los meses, han cambiado el signo de sus votaciones en la ONU. Alemania y Reino Unido empiezan a frenar en las exportaciones de armas a Israel. Y, en el señor de la UE, el Alto Representante de Política Exterior y Seguridad, Josep Borrell, ha defendido meritoriamente posiciones de justicia y tratado de impulsar iniciativas.
Pero, en conjunto, ha dominado el viejo, enraizado reflejo de no significarse o de alinearse con Israel. Alemania, principal potencia europea, sigue hipnotizada por su culpa histórica. Esta sigue venciendo la devoción alemana a la legalidad internacional. Entre lo uno y lo otro, sigue respondiendo más al primer reflejo que al segundo. Otros países de su entorno -sin la misma culpa histórica- mantienen posiciones similares.
El auge de la ultraderecha refuerza esas posiciones. Porque la ultraderecha contemporánea ya no tiene el tic antisemita de sus antecesores, sino un islamófobo. Y, en esa óptica, Israel es un aliado ante un enemigo imaginario común. Al margen del enemigo común, es obvia también la sintonía en la concepción de un etnonacionalismo como fuerza motriz. En el caso de Israel, hay elementos que entran en el terreno del supremacismo judío.
Las causas del conflicto en Oriente Próximo son complejas, lo sabemos. Las responsabilidades no están solo en un par de hombros, lo sabemos. Y no se puede ir por la vida y por el mundo con ingenio, claro está. Pero todo ello no cambia una coma de lo que es acorde o no al derecho internacional, y de lo que está dentro del marco de valores de la democracia o no.
Con esos ingredientes, el resultado es que la UE no hizo y no hace nada relevante ante los abusos de Israel. No se puede rehacer el pasado, pero es imperativo reconsiderar la posición.
No, esa reconsideración no sería ningún síntoma de antisemitismo, como se esfuerza de hacer creer a Netanyahu, otra vez ayer en la ONU. Y no, tampoco supondría ningún apoyo político a Hamás, Hezbolá, Irán o quien sea. Sería solo un síntoma de apego al derecho internacional ya los valores de la democracia. Ese apego no es solo el apoyo, hoy, a la multitud de desposeídos gazatíes. Es en beneficio de todo el mundo, porque abusos impunes hoy sientan antecedentes para otros mañana.
Ojalá la política europea reconsidere. Tal vez no seamos actores decisivos en esto, pero todos juntos sí tenemos cierto poder de influencia. Somos el primer socio comercial de Israel. Somos un bloque de 27 países con fuerza para dar impulso a políticas dinámicas internacionales. El apoyo al derecho de Israel a existir en seguridad debe ser inquebrantable, pero solo dentro del perímetro de la legalidad y de los valores democráticos. Hay mil motivos para ellos, y uno nada menor es que está en el interés del propio Israel no salir de ese perímetro. Eso puede procurar victorias hoy, pero siembra odio y recogerá venganzas. E incluso hoy mismo: ¿Está Israel más seguro que el 8 de octubre pasado? Cabe dudarlo.
Desgraciadamente no hay razones para tener gran confianza en esa reconsideración política en Europa. Tal vez no quede otra que depositar las esperanzas en los jueces. Que, en todos los niveles, desde la justicia internacional -que actúa porque la israelí no lo hace adecuadamente en esto- hasta las nacionales, se moven con gallardía para defender el derecho frente al abuso y lograr cambios con la fuerza de las sentencias.