miércoles, abril 16, 2025
Cuba

Walterio Carbonell y el racismo que subsiste


LA HABANA, Cuba. – El historiador y etnólogo Walterio Carbonell, de cuya muerte, en 2008, se cumplen 17 años este 14 de abril, pasó 40 de los 88 años que vivió condenado al ostracismo. 

En 1962, su libro de ensayo dividido en 11 capítulos Cómo surgió la cultura nacional, le costó que lo acusaran de “revisionismo”. De nada valió su vieja amistad con Fidel Castro. Fue a parar a las granjas de trabajo forzado en Camagüey, adonde lo enviaron para que, cortando caña, purgara sus problemas ideológicos. Y a su esposa, la pintora Clara Morera, la castigaron también, expulsándola de la Asociación Hermanos Saíz.

Los problemas ideológicos de Walterio Carbonell no eran otros que sus denuncias del racismo y la reivindicación del papel del negro en la cultura cubana. Creyó que la campaña contra el racismo iniciada por el discurso de Fidel Castro del 22 de marzo de 1959 era el momento apropiado para un debate sincero que devolviera al negro su lugar de protagonista y no de actor secundario en la historia y la cultura nacional.

Pero se equivocaba Carbonell. Los edictos revolucionarios que pretendieron abolir el racismo de un plumazo solo destruyeron sus bases institucionales. El complejo entramado de creencias, valores y prejuicios que lo sustentaba quedó casi indemne, barrido bajo la alfombra.  

Carbonell, en el fervor revolucionario de principios de los años 60, creyó que para enfrentar el pensamiento racista de Francisco de Arango y Parreño, José Antonio Saco y José de la Luz y Caballero, y la visión histórica que consideraba excluyente de Jorge Mañach, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra, bastaba con emplear las herramientas del marxismo. Pero incurrió en un pecado imperdonable en los regímenes totalitarios: el de la ingenuidad. 

El discurso de la revolución castrista sobre el negro resultó menos conservador que el de la República, pero también, utilizando como coartada el discurso martiano sobre la raza, diluyó el tema en pro de la unidad de la Nación.  

Carbonell no tardó en descubrir que sus tesis daban miedo a “los blancos de himnos y banderitas” que decía Nicolás Guillén. Solo que ya no vestían dril o guayabera, como en la República, sino uniformes verde olivo y, además de citar a Martí, también citaban a Lenin y a Marx. 

Las tesis de Carbonell sobre la negritud asustaron a los comisarios castristas. Su pavor a que en Cuba surgiera una versión del Black Power estadounidense, al que decían apoyar, no difería mucho del que sintieron sus antepasados dueños de esclavos por las degollinas y los incendios de las plantaciones del vecino Haití.

Pese al discurso oficial antirracista, además de Carbonell, fueron marginados, también por sospechar el régimen que aspiraban a algo similar al Black Power, los escritores Manuel Granados y Pedro Pérez Sarduy, las poetas Georgina Herrera, Nancy Morejón y Ana Justina Cabrera, y los teatristas Gerardo Fulleda León, Eugenio Hernández y Rogelio Martínez Furé.  

En los años 60 y 70, mientras rescataban con destino al folklore y como carnada turística algunas prácticas culturales negras, las revistas Moncada y El Militante Comunista, del Ministerio del Interior y el Partido Comunista, respectivamente, arremetía con odio y desprecio, contra santeros, paleros y abakuás. 

A Walterio Carbonell los inquisidores demoraron décadas en rehabilitarlo. Y nunca lo hicieron totalmente. Sus últimos años los pasó relegado a un puesto de poca importancia en la Biblioteca Nacional.  

Finalmente, a regañadientes y demasiado tarde, el régimen tuvo que aceptar que Walterio Carbonell tenía razón al asegurar que en Cuba pervivía el racismo, que fue siempre un factor de nuestra historia y que, aunque pretendieron erradicarlo por decreto, hoy sigue, bajo múltiples disfraces y coartadas, prendido como una mala hierba de conciencias y percepciones. 



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